1.12.2008

Cielos de Londres

Cuando bajó del avión lo supo: supo que aquel escalofrío que le había recorrido el cuerpo, esa humedad que se estaba asentando en cada uno de sus huesos, no desaparecería hasta que volviese a casa.
Por delante se extendía el largo pasillo, largo como los meses que tendría que estar allí, en un mundo que por ahora era extraño, pero que pronto se convertiría, quizás a su pesar, en el suyo propio.
Volvió la cabeza, y vio todo lo que dejaba atrás: vio los cielos azules, los blancos edificios donde el sol se reflejaba, vio el coche rojo, destartalado, la cama deshecha, la luz encendida... pero sobre todo, vio a su gente, a aquellos que en tres años, o quizás en 15 días, se habían hecho un hueco en su vida. Pensó en la extraña situación que dejaba, en esos ojos marrones, quién supiera a quién pertenecían, en lo que había pasado sólo dos días antes, en su extraña manía de huir cada vez que su vida se ponía interesante.
Y miró hacia delante, y solo se encontró un estúpido pasillo, de plástico desgastado, decadente, con moqueta gris plagada de manchas de humedad por la que corrían a toda velocidad los demás pasajeros, tirando de sus maletas de mano, como si hubiese realmente una meta a la que llegar antes que el resto.

Respira, ya queda menos