Era una sensación extraña, tan extraña que no podía explicarse con palabras. No, espera, no era una sensación, en realidad iba descubriendo sensaciones a cada segundo. ¿Se había sentido así antes? No lo recordaba, podía ser… o no… espera… buff, era complicado pensar en un momento así. Hacía un segundo él estaba sentado, sonriendo por alguna tontería, y sólo había necesitado una excusa barata, una frase sin doble sentido aparente, para lanzarse y empezar lo que los dos sabían que llevaban toda la noche esperando. ¿Por qué seguirían negando de aquella manera que había una razón de peso para verse en ese tipo de situaciones, solos, y a horas sospechosamente oscuras?
Qué raro resultaba lo familiar que le era ya la situación. Pero no era del todo malo. Recordaba que la primera vez las sensaciones la habían desbordado, las físicas, y las emocionales. No podía ser y además era imposible… pero sí podía ser, era, de hecho, y estaba siendo.
Ahora ya no se desbordaban, sino que se sucedían de manera escalonada, haciendo subir la temperatura de aquel frío Noviembre.
Ese día él no se había afeitado, y entre la lucha de labios podía notar la aspereza de su cara, acariciando la propia. Las manos, que en anteriores encuentros habían tanteado con miedo de principiante, eran ahora expertos técnicos en el arte de tocar, y por primera vez, no cerró los ojos, se dejó llevar, y dejó que las imágenes formasen también parte de aquel encuentro, atropellado, como los otros.
Mala decisión. Lo miró, y él le devolvió la mirada, acentuada por una sonrisa que no podía describirse con otra palabra que no fuera… ¿qué palabra? Era imposible. Esa mirada que hacía que le recorriera un escalofrío, y que toda su sangre se concentrara en cierta parte de su anatomía. El corazón le latía a mil por hora, pero no podía dejar de mirarle. Resultaba embriagador, excitante como nada antes lo había sido; quería besarle, pero a la vez quería tenerle ahí, donde estaba, a menos de un metro, para poder mirarle de aquella manera toda la noche.
El sofá se les quedaba pequeño, se abrazaron, dieron vueltas en un frenesí ascendente, que por primera vez ella notaba diferente. Aquella noche era distinta… quizás la teoría del segundo beso… bueno, del beso número… no, pero no contaba más que como uno… bueno, dos… bueno…
Quería hablar, no sabía qué decir, ni por qué, no había necesidad, pero quería decirle algo. Y de su boca no salían palabras, no podía articular ningún sonido. Entendió sin que nadie se lo explicara que ese era un paso que aún no había dado. Hoy tocaba abrir los ojos, el habla vendría en un futuro no muy lejano. Así que los abrió, lo vio, y por primera vez se atrevió también a mirarle. A mirarle las manos, huesudas, a mirarle aquel pecho desnudo que parecía sacado de contexto, y es que los torsos sólo eran un concepto abstracto de los libros de anatomía…, a subir por el cuello, y llegar a aquella cara, a aquella mirada que aún no podía sostener… esos ojos que, en cuanto la miraban, la obligaban a esconderse en un beso.
Y lo besó, con todo el cuidado y el cariño que era capaz de expresar, sin palabras mucho más que con ellas. Estaban en terreno pantanoso, en esa situación de amigos que de vez en cuando tenían encuentros de lo más inconfesables, y lo más inconfesable era la sensación de vacío que ella sentía cada vez que no estaba junto a él.
Así que ella lo acarició, lo miró, nunca a los ojos, para no descubrirse, para que él no leyera en ellos que para ella aquello significaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
Pero los dos querían más. Había pasado demasiado tiempo relativo, aunque solo llevasen un puñado de encuentros, todo se sucedía a una velocidad de vértigo, la única que no les resultaba demasiado lenta.
Aún había risas de principiante, la pinza se enganchaba en el pelo, y la camisa no se desabrochaba por delante. Las manos aún jugaban, aún se equivocaban, aún eran torpes, pero ya no temblaban lo más mínimo. Y es que ya estaban cómodos, no había hecho falta más, en ese momento confiaban plenamente el uno en el otro.
Las prendas volaban, y la desnudez de los cuerpos llegó atropellada, mucho más rápido que otras veces, sin escondites, sin vergüenzas. No sabían cómo habían llegado hasta el dormitorio, y ahora eran las sábanas las que envolvían las respiraciones erráticas, los sonidos que en cualquier otra situación habrían resultado incluso desagradables, y que ahora no hacían más que acentuar la necesidad de que centímetro a centímetro, sus dos cuerpos se tocasen.