Hace frío; en la ventana suena incesante la lluvia que lleva cayendo toda la noche y que ahora, de madrugada, se descarga a voluntad mientras todos duermen... bueno, casi todos.
Me revuelvo nerviosa entre las sábanas, como perdida. El sueño, o tal vez la pesadilla del momento me impiden descansar, dormir profundamente, y me tienen en este duermevela inquietante, casi siniestro. Por mi cabeza pasan imágenes confusas, niñas de pelo largo con camisones de encaje, flores marchitas, un largo camino de gravilla, la ráfaga de aire gélido que probablemente se deba a que me he destapado sin querer.
Mi pelo revuelto contra la almohada me molesta cada vez que mi sueño me hace girarme, estoy cansada, asustada, busco una paz que mi subconsciente no quiere encontrar, me voy a despertar, lo noto, estoy a punto de hacerlo...
Entonces, noto tu mano en mi cadera, me acaricias desde la cintura hasta el muslo, como si fuera una niña pequeña, y aunque abro los ojos, la oscuridad total de la habitación no me deja verte. Pero sé que estás, y me acerco a tí, busco tu cuerpo escapando del frío, y te abrazo para que no te puedas alejar.
Estás caliente, todo tu cuerpo hierve, y mi mano lo recorre como un viajero un sendero conocido. Bajo hasta los muslos, y voy subiendo por tu espalda, despacio, como le corresponde a la madrugada, tranquila, apretando cuando tengo la necesidad de notarte aún más cerca, pegando mi cabeza a tu pecho, escuchando los latidos rítmicos de tu corazón acelerarse por momentos.
Y es que el mío también se acelera. Con cada roce de tu mano en mi espalda, con cada centímetro de piel que se toca de nuestros cuerpos, con cada grado de temperatura que tu piel hace subir a la mía.
Me muevo, y me pego a tí completamente, porque no hay otra manera de acallar el deseo, que no sea dejarse vencer por él. Subo mi cabeza desde tu pecho, y te busco a tientas, guiándome por el sonido de nuestras respiraciones aceleradas, que se hablan en un idioma que sólo entienden ellas. Y te beso, y con ese beso, como siempre, se abren las compuertas, porque no se puede poner freno a algo que ya está tan acelerado. Disfruto de tu sabor en mi boca, suspiro, no es suficiente, tiro de ti sin soltarte, me doy la vuelta, te acerco, y tú te mueves, y me cubres entera, y nos vuelves a tapar con la manta, y como los ojos se acostumbran hasta a la oscuridad más negra, te veo, como un gigante, tu silueta por encima de mí, tus manos acariciando mi cuerpo, y tu mirada, allá arriba, tus ojos brillantes, y tu sonrisa, y yo sonrío, y entonces te siento, y se me acelera el pulso.
Y me despierto, tiritando, con la sábana y la manta a los pies de la cama, y el trueno que me ha alejado de ti aún resonando en la lejanía. Tengo frío, sigue lloviendo, y me envuelvo de nuevo, y cierro los ojos, con la esperanza de que sigas ahí, de poder tenerte aunque sea a medias, por lo menos, mientras no pueda sentirte de verdad, pronto. Cuanto antes
La escalera hasta la ventana
"...en mitad de tu cama, y desnuda"
1.02.2011
11.01.2010
Masajes
Es madrugada, o bien entrada la mañana, o quizás es ya la hora de merendar, o tal vez el sol se está escondiendo, no lo sé. No quiero saberlo. Ahora no quiero pensar en qué hora es.
Sé que estás ahí, porque te oigo respirar, y alargo la mano para sentir el calor que desprende tu piel. Me encanta tocarte; me encanta pasar las yemas de los dedos por tu costado, casi sin rozarlo, pero grabándolo en mi mente. Es una sensación única la de tu piel bajo mi caricia, y sé que tú piensas lo mismo, porque a falta de ideas completas, que ahora no tienen cabida, lanzas una mezcla entre un suspiro y un murmullo, un “no pares” sin palabras.
Relájate, no pienses en nada, no hables, ni siquiera abras los ojos, no te preocupes ni de respirar, sale solo.
Me gusta tocarte, es algo tonto, algo de los dos, algo un paso más allá, algo de eso que no tiene nombre, que no debe tenerlo, que está bien como está. Y sonrío como una niña con zapatos nuevos, y giro de un lado al contrario, me incorporo, me doy la vuelta, juego con las dos manos. Qué absurdo y qué cercano es un masaje, qué cerca puedes estar con una caricia, qué íntimo y qué totalmente inocente puede ser, en ciertos momentos. Sólo en ciertos momentos.
Me gusta apretar, me gusta recorrer tu espalda, buscarte los nudos, seguir el camino de tus quejas, de tus gemidos, de tus suspiros. Sonrío cada vez que te quejas, cada vez que soplas, y más aún cuando me preguntas, con esa mezcla de sorpresa y admiración, donde he aprendido a dar masajes así... no sé, creo que me inspiras.
Me entretengo recorriéndote, a dos manos, como queriendo conquistar una tierra inhóspita. Me encanta la realidad de tu piel desnuda, de tus zonas sensibles, de tu caricia de terciopelo, de tu rudeza, de lo duro de tu cuello, de la contractura estúpida que empiezo a pensar que te inventas para tenerme a tu servicio; como si te hiciera falta.
Y al mismo tiempo, es tan poco inocente, tan lleno de significado, de dobles intenciones, tan extremadamente sexual, tan excitante el tenerte así, a mi mano, casi inconsciente, totalmente a merced de lo que quiera hacer contigo, qué atractivo es el poder...
Sé que estás ahí, porque te oigo respirar, y alargo la mano para sentir el calor que desprende tu piel. Me encanta tocarte; me encanta pasar las yemas de los dedos por tu costado, casi sin rozarlo, pero grabándolo en mi mente. Es una sensación única la de tu piel bajo mi caricia, y sé que tú piensas lo mismo, porque a falta de ideas completas, que ahora no tienen cabida, lanzas una mezcla entre un suspiro y un murmullo, un “no pares” sin palabras.
Relájate, no pienses en nada, no hables, ni siquiera abras los ojos, no te preocupes ni de respirar, sale solo.
Me gusta tocarte, es algo tonto, algo de los dos, algo un paso más allá, algo de eso que no tiene nombre, que no debe tenerlo, que está bien como está. Y sonrío como una niña con zapatos nuevos, y giro de un lado al contrario, me incorporo, me doy la vuelta, juego con las dos manos. Qué absurdo y qué cercano es un masaje, qué cerca puedes estar con una caricia, qué íntimo y qué totalmente inocente puede ser, en ciertos momentos. Sólo en ciertos momentos.
Me gusta apretar, me gusta recorrer tu espalda, buscarte los nudos, seguir el camino de tus quejas, de tus gemidos, de tus suspiros. Sonrío cada vez que te quejas, cada vez que soplas, y más aún cuando me preguntas, con esa mezcla de sorpresa y admiración, donde he aprendido a dar masajes así... no sé, creo que me inspiras.
Me entretengo recorriéndote, a dos manos, como queriendo conquistar una tierra inhóspita. Me encanta la realidad de tu piel desnuda, de tus zonas sensibles, de tu caricia de terciopelo, de tu rudeza, de lo duro de tu cuello, de la contractura estúpida que empiezo a pensar que te inventas para tenerme a tu servicio; como si te hiciera falta.
Y al mismo tiempo, es tan poco inocente, tan lleno de significado, de dobles intenciones, tan extremadamente sexual, tan excitante el tenerte así, a mi mano, casi inconsciente, totalmente a merced de lo que quiera hacer contigo, qué atractivo es el poder...
9.07.2010
Recuerdo
Pueden llevar juntos toda la noche, puede que se acaben de encontrar hace menos de un minuto; puede que hayan cenado, paseado, y entrado en aquel bar por casualidad, o puede que ella llegue tarde, como casi siempre, y entre escapando del calor sofocante que ni siquiera la noche ha logrado apaciguar, para verle esperando, sentado delante de una cerveza, exactamente igual que lo había dejado la última vez.
En ese momento, sea cual sea, el aire cargado del local se vuelve mucho más ligero, la tensión se escapa por la puerta que se acaba de cerrar, y todo se vuelve claro, transparente.
Ella está nerviosa. Haya pasado un día, un mes, un año, siempre se pone nerviosa cuando se le acerca, como si algo fuera a pasar, como si un gran meteorito fuese a caer sobre el edificio, como si este sueño extraño fuese a acabar en aquel preciso instante.
Ella está nerviosa, y se le nota; y él se ríe, y ella se ríe, y se relaja; y hablan, y discuten, y bromean como no eran capaces de hacerlo antes, como si no pasase nada de todo lo que en realidad pasa. Y entonces, se miran, y ella... bueno, ella vuelve a estar nerviosa.
Cada noche que ha recordado aquellos besos no es nada comparada con la familiaridad de la sensación real de sus labios. Cada vez que sola, con la luz apagada, y queriendo estar en otro lugar distinto ha rememorado sus manos, sólo lo ha hecho con una millonésima parte de la suavidad de la caricia que ahora recibe. Cada vez que en este tiempo ha traído a su memoria sus ojos, no se ha ni acercado a la profundidad de los que la están escrutando ahora.
Los recuerdos sirven, ayudan, puede incluso que apacigüen en ocasiones los deseos más terrenales, pero nada es comparable, nada puede siquiera acercarse a él así, real, él tanteando, jugando con su pelo, con su cuerpo, con otras cosas con las que es mucho más peligroso jugar. Un recuerdo no respira en tu oído, no habla, asustándote, no te da escalofríos, ni hace que una gota de sudor te recorra la espalda. Un recuerdo no busca, no intenta, no se sorprende, incluso aunque no te crea.
Pero ésto, por fortuna para ella, hoy, no es un recuerdo.
En ese momento, sea cual sea, el aire cargado del local se vuelve mucho más ligero, la tensión se escapa por la puerta que se acaba de cerrar, y todo se vuelve claro, transparente.
Ella está nerviosa. Haya pasado un día, un mes, un año, siempre se pone nerviosa cuando se le acerca, como si algo fuera a pasar, como si un gran meteorito fuese a caer sobre el edificio, como si este sueño extraño fuese a acabar en aquel preciso instante.
Ella está nerviosa, y se le nota; y él se ríe, y ella se ríe, y se relaja; y hablan, y discuten, y bromean como no eran capaces de hacerlo antes, como si no pasase nada de todo lo que en realidad pasa. Y entonces, se miran, y ella... bueno, ella vuelve a estar nerviosa.
Cada noche que ha recordado aquellos besos no es nada comparada con la familiaridad de la sensación real de sus labios. Cada vez que sola, con la luz apagada, y queriendo estar en otro lugar distinto ha rememorado sus manos, sólo lo ha hecho con una millonésima parte de la suavidad de la caricia que ahora recibe. Cada vez que en este tiempo ha traído a su memoria sus ojos, no se ha ni acercado a la profundidad de los que la están escrutando ahora.
Los recuerdos sirven, ayudan, puede incluso que apacigüen en ocasiones los deseos más terrenales, pero nada es comparable, nada puede siquiera acercarse a él así, real, él tanteando, jugando con su pelo, con su cuerpo, con otras cosas con las que es mucho más peligroso jugar. Un recuerdo no respira en tu oído, no habla, asustándote, no te da escalofríos, ni hace que una gota de sudor te recorra la espalda. Un recuerdo no busca, no intenta, no se sorprende, incluso aunque no te crea.
Pero ésto, por fortuna para ella, hoy, no es un recuerdo.
5.14.2010
Piano
A veces me da miedo salir, y que no esté. Me da miedo el escenario, me da pánico, y salgo con el corazón en un puño. Salto al vacío, esperando la red, me dejo envolver, y aparezco, entre sombras, agarrándome al pie, el único sostén que tengo, hasta que miro hacia el público, hasta que busco frenéticamente durante un sólo segundo.
Lo miro, me mira, y ahí se acaba todo.
Está ahí, como siempre, como cada día, aunque piense que no va a estar, aunque me parezca que se perderá, que algún día dejará de venir, ahí sigue, como siempre. Y en cuanto empieza la música, todo se coloca, todo es perfecto, y empieza el baile.
Se oye de fondo una melodía de trompeta, un bajo que quiere aparecer, sin ser apenas apreciado, y entonces sé que es el momento, uno de tantos, un gesto tan repetido que intenta perder importancia sin conseguirlo. Y empiezo a cantar casi sin pensar, sólo esperando al piano, que me sigue fiel en cuanto entono la primera nota.
El bar, como siempre, se confunde en una nebulosa, allí, abajo, detrás de los focos, que me iluminan, me separan, y me convierten en una estrella brillante en medio de una manta oscura que se diluye dando paso a un foso de rostros, de copas, y de preguntas.
Sé lo que quiere, lo que quieren todos. En este mundo es muy sencillo conocer las bases absurdas de las mentes que vienen, que no quieren pensar, que sólo buscan olvidar con la ayuda de un whisky doble, o, mejor dicho, recordar aquello que merezca ser recordado.
Y cómo voy a negarles su banda sonora, su música de fondo, el dibujo de una silueta de mujer que acompañe sus divagaciones, el movimiento de cadera más perfecto que pueden pagar esa noche.
Pero a veces, con él, no es lo mismo. Cuando está, cuando verdaderamente está, cuando no es la sombra de sí mismo, cuando llega y clava sus ojos verdes en mis piernas, y busca furtivo un segundo de mi mirada, entonces, sólo existe su mesa, sólo ese rincón a la derecha de la banda, sólo una de las lamparillas oxidadas por el paso del tiempo, sólo una copa, sólo el humo de un cigarrillo.
Y sólo canto para él, y me muevo para él, y susurro, y a veces me humedezco los labios, mirándole, sin hacer caso al resto, y quiero llegar, quiero esa conexión, la busco desesperada, y entonces él sonríe, así, a medias, y sube el vaso, como brindándome la borrachera de esa noche, como haciéndome partícipe del secreto que quiere enterrar, y del que esa noche, sólo nosotros conoceremos los detalles.
Lo miro, me mira, y ahí se acaba todo.
Está ahí, como siempre, como cada día, aunque piense que no va a estar, aunque me parezca que se perderá, que algún día dejará de venir, ahí sigue, como siempre. Y en cuanto empieza la música, todo se coloca, todo es perfecto, y empieza el baile.
Se oye de fondo una melodía de trompeta, un bajo que quiere aparecer, sin ser apenas apreciado, y entonces sé que es el momento, uno de tantos, un gesto tan repetido que intenta perder importancia sin conseguirlo. Y empiezo a cantar casi sin pensar, sólo esperando al piano, que me sigue fiel en cuanto entono la primera nota.
El bar, como siempre, se confunde en una nebulosa, allí, abajo, detrás de los focos, que me iluminan, me separan, y me convierten en una estrella brillante en medio de una manta oscura que se diluye dando paso a un foso de rostros, de copas, y de preguntas.
Sé lo que quiere, lo que quieren todos. En este mundo es muy sencillo conocer las bases absurdas de las mentes que vienen, que no quieren pensar, que sólo buscan olvidar con la ayuda de un whisky doble, o, mejor dicho, recordar aquello que merezca ser recordado.
Y cómo voy a negarles su banda sonora, su música de fondo, el dibujo de una silueta de mujer que acompañe sus divagaciones, el movimiento de cadera más perfecto que pueden pagar esa noche.
Pero a veces, con él, no es lo mismo. Cuando está, cuando verdaderamente está, cuando no es la sombra de sí mismo, cuando llega y clava sus ojos verdes en mis piernas, y busca furtivo un segundo de mi mirada, entonces, sólo existe su mesa, sólo ese rincón a la derecha de la banda, sólo una de las lamparillas oxidadas por el paso del tiempo, sólo una copa, sólo el humo de un cigarrillo.
Y sólo canto para él, y me muevo para él, y susurro, y a veces me humedezco los labios, mirándole, sin hacer caso al resto, y quiero llegar, quiero esa conexión, la busco desesperada, y entonces él sonríe, así, a medias, y sube el vaso, como brindándome la borrachera de esa noche, como haciéndome partícipe del secreto que quiere enterrar, y del que esa noche, sólo nosotros conoceremos los detalles.
10.09.2009
Miradas
Te miro, me miras, y los dos aún nos reímos, después de todo lo vivido, aún no hay quien nos quite el nerviosismo del absurdo, la tontería, el escalofrío cuando pasas las yemas de los dedos por mi rodilla, mirando su recorrido, con la sonrisa de medio lado, y sabiendo que te estoy mirando, pero bajando los ojos.
Todas las noches empiezan con un beso, y ojalá que no se acabe, ojalá que todas las noches sean noches de primeros besos, y de segundos, y de terceros, y de penúltimos, siempre de penúltimos.
Porque la falsa inocencia no dura para siempre, porque la meta ha sido flanqueada demasiadas veces, porque el camino está gastado de ser recorrido, y aún así, por fortuna, por casualidad, por tí, o por mí, aún dudamos, aún no somos capaces de lanzarnos a correr, de girar en cada esquina, de tocar cada centímetro con los ojos cerrados, con la seguridad de conocerlo, con la tranquilidad del que tiene todo el tiempo del mundo, con el calor que nos recorre el cuerpo cuando estamos juntos, con la atracción magnética que no se puede negar cuando estamos separados.
Alguien tiene que acercarse, alguien tiene que romper la lámina de tranquilidad, el silencio cortante de estos momentos, la certidumbre de lo que va a pasar, con el nerviosismo de lo incierto.
Quiero sentirte, parece que lleve una vida sin sentirte, da igual que hayan pasado tres meses, tres semanas, tres minutos, quiero sentirte, quiero que me aprietes la rodilla, que se rompa el silencio con un suspiro de desesperación, que nos lancemos, el uno encima del otro, que no seamos capaces de aguantarlo, quiero que me cubras por completo, sentir tu cuerpo contra el mío, arrancarnos la ropa a tirones, entre besos frenéticos, nunca suficientes, y que nos movamos, juntos, como ya sabemos, en esa danza que parece tan extraña antes de empezada, y que luego se baila con los ojos cerrados.
Quiero volar, que me lleves, verte reír, suspirar, soplar, aguantar cuando no puedas más, y dejarte llevar, dejarte ir, dejarte sentir, dejarte querer...
Pero te miro, me miras, y los dos aún nos reímos, después de todo lo vivido aún... aún...
Todas las noches empiezan con un beso, y ojalá que no se acabe, ojalá que todas las noches sean noches de primeros besos, y de segundos, y de terceros, y de penúltimos, siempre de penúltimos.
Porque la falsa inocencia no dura para siempre, porque la meta ha sido flanqueada demasiadas veces, porque el camino está gastado de ser recorrido, y aún así, por fortuna, por casualidad, por tí, o por mí, aún dudamos, aún no somos capaces de lanzarnos a correr, de girar en cada esquina, de tocar cada centímetro con los ojos cerrados, con la seguridad de conocerlo, con la tranquilidad del que tiene todo el tiempo del mundo, con el calor que nos recorre el cuerpo cuando estamos juntos, con la atracción magnética que no se puede negar cuando estamos separados.
Alguien tiene que acercarse, alguien tiene que romper la lámina de tranquilidad, el silencio cortante de estos momentos, la certidumbre de lo que va a pasar, con el nerviosismo de lo incierto.
Quiero sentirte, parece que lleve una vida sin sentirte, da igual que hayan pasado tres meses, tres semanas, tres minutos, quiero sentirte, quiero que me aprietes la rodilla, que se rompa el silencio con un suspiro de desesperación, que nos lancemos, el uno encima del otro, que no seamos capaces de aguantarlo, quiero que me cubras por completo, sentir tu cuerpo contra el mío, arrancarnos la ropa a tirones, entre besos frenéticos, nunca suficientes, y que nos movamos, juntos, como ya sabemos, en esa danza que parece tan extraña antes de empezada, y que luego se baila con los ojos cerrados.
Quiero volar, que me lleves, verte reír, suspirar, soplar, aguantar cuando no puedas más, y dejarte llevar, dejarte ir, dejarte sentir, dejarte querer...
Pero te miro, me miras, y los dos aún nos reímos, después de todo lo vivido aún... aún...
8.29.2009
Hoy
¿Por qué hablan los que no saben? ¿Por qué piensan que conocen lo que no conocen? ¿Por qué juzgan lo que para ellos no es más que un misterio? Aún razonan, aún le dan vueltas, todavía no han llegado al punto correcto, al lugar en el que el camino se ensancha y deja de resultar acongojante, o mejor, desaparece para dejar via libre.
Pienso, claro que sigo pensando, y cuando la providencia, el destino, o la pura casualidad se interponen, o mejor aún, allanan la situación, todavía me da por pensar más. Pero ya he comprendido que eso es absurdo. Que no debo pensar, que no es más que una pérdida de tiempo, porque lo que de verdad importa, es otra cosa.
No pienso, y aún así el consciente hace que me ría, de puro nerviosismo, de sorpresa incomprensible, cuando te acercas y me recorres la piel con las yemas de los dedos. Cada vez es la primera, inexplicablemente extraña, como si tuviese memoria de pez, y hubiera olvidado cada noche antes de ésta. Pero en seguida mi piel te reconoce, mi cuerpo reacciona, y todo empieza a dar vueltas.
Bendita casualidad la que hace que pueda sentir una vez más, la que nos regala un par de noches que no estaban planeadas, la que por una vez, se pone de nuestra parte. Tus dedos recorren muy lentamente mi cuerpo, como queriendo grabarlo en su memoria táctil. Todo es pausado, silencioso, lleno de gritos que no oímos, y se siente, se siente más que ninguna otra vez. Las yemas hierven, encienden un fuego que nos sorprende, primero a mí, por sentirlo, y luego a ti. Pero no hay que tenerle miedo. Hoy no.
Cierro los ojos, siento, sigo el recorrido como un escalofrío, y no puedo frenarme, me giro, me levanto, te aprisiono, agarro con fuerza tu mano en la mía, aprieto mis muslos, te paralizo, y bajo a tu boca, sin darte un solo segundo. Nuestras lenguas se encuentran, se saludan, se buscan, para seguir por el cuello que regala otra memoria: ese sabor suave, que quiere recordar a algún postre, pero mil veces más dulce, y al mismo tiempo, consigue avivar ese nuevo fuego que ha aparecido, entre la temperatura de una calurosa noche de verano, y el roce incesante de dos cuerpos incandescentes.
Necesito recordar, necesito que la familiaridad se mezcle con la pasión incontrolada, encuentro, giro, busco, entre los estúpidos rizos que no me cortaría nunca si tú no quisieras, y recorro, recuerdo, sonrío, muerdo, esta vez soy yo la agresiva, la que no se conforma, porque te quiero, aunque sólo sea por unas horas, te quiero a ti, para mí.
Sensaciones inexplicables se cruzan en segundos, el frenesí que nunca parecía llegar, llega; aquel miedo, aquella vergüenza, aquellos resquicios del mundo exterior, esta noche sobran. Te siento, quiero sentirte, te recorro con los dedos, con las palmas, te abrazo, te acaricio, y hoy parece que nada es suficiente. Te quiero más cerca, más pegado, con tu aliento recortado al oído, con tu pecho sobre el mío, sintiendo cada centímetro, cada esfuerzo, cada gota de sudor que esta noche de verano nos regala, o nos castiga.
Ven, más, más cerca. Hoy quiero más que ninguna otra noche, hoy soy más, y tú también. Las cosas evolucionan, por el lado que sea, y al parecer, ahora toca entre los pliegues de la única sábana que podemos aguantar. Y giros, y vueltas, y me acerco a tu oreja izquierda, y me despido, sin palabras, de mi más fiel aliada, y vuelvo a pensar demasiado, y busco tu boca, porque ahora no quiero pensar. Sentir, y seguir sintiendo, y aguantar las estúpidas lágrimas que ahora quieren aparecer. Vive, es absurdo no vivir. El momento es lo que importa, es lo único que importa.
Me da igual el mañana, la semana que viene, el mes que viene, me da igual que llegue septiembre, que pase, que acabe, hoy quiero que todo me de igual. Hoy de verdad no existe el mundo, hoy ni siquiera existes Tú, porque hoy es el único resquicio de Nosotros que puedo tener.
Pienso, claro que sigo pensando, y cuando la providencia, el destino, o la pura casualidad se interponen, o mejor aún, allanan la situación, todavía me da por pensar más. Pero ya he comprendido que eso es absurdo. Que no debo pensar, que no es más que una pérdida de tiempo, porque lo que de verdad importa, es otra cosa.
No pienso, y aún así el consciente hace que me ría, de puro nerviosismo, de sorpresa incomprensible, cuando te acercas y me recorres la piel con las yemas de los dedos. Cada vez es la primera, inexplicablemente extraña, como si tuviese memoria de pez, y hubiera olvidado cada noche antes de ésta. Pero en seguida mi piel te reconoce, mi cuerpo reacciona, y todo empieza a dar vueltas.
Bendita casualidad la que hace que pueda sentir una vez más, la que nos regala un par de noches que no estaban planeadas, la que por una vez, se pone de nuestra parte. Tus dedos recorren muy lentamente mi cuerpo, como queriendo grabarlo en su memoria táctil. Todo es pausado, silencioso, lleno de gritos que no oímos, y se siente, se siente más que ninguna otra vez. Las yemas hierven, encienden un fuego que nos sorprende, primero a mí, por sentirlo, y luego a ti. Pero no hay que tenerle miedo. Hoy no.
Cierro los ojos, siento, sigo el recorrido como un escalofrío, y no puedo frenarme, me giro, me levanto, te aprisiono, agarro con fuerza tu mano en la mía, aprieto mis muslos, te paralizo, y bajo a tu boca, sin darte un solo segundo. Nuestras lenguas se encuentran, se saludan, se buscan, para seguir por el cuello que regala otra memoria: ese sabor suave, que quiere recordar a algún postre, pero mil veces más dulce, y al mismo tiempo, consigue avivar ese nuevo fuego que ha aparecido, entre la temperatura de una calurosa noche de verano, y el roce incesante de dos cuerpos incandescentes.
Necesito recordar, necesito que la familiaridad se mezcle con la pasión incontrolada, encuentro, giro, busco, entre los estúpidos rizos que no me cortaría nunca si tú no quisieras, y recorro, recuerdo, sonrío, muerdo, esta vez soy yo la agresiva, la que no se conforma, porque te quiero, aunque sólo sea por unas horas, te quiero a ti, para mí.
Sensaciones inexplicables se cruzan en segundos, el frenesí que nunca parecía llegar, llega; aquel miedo, aquella vergüenza, aquellos resquicios del mundo exterior, esta noche sobran. Te siento, quiero sentirte, te recorro con los dedos, con las palmas, te abrazo, te acaricio, y hoy parece que nada es suficiente. Te quiero más cerca, más pegado, con tu aliento recortado al oído, con tu pecho sobre el mío, sintiendo cada centímetro, cada esfuerzo, cada gota de sudor que esta noche de verano nos regala, o nos castiga.
Ven, más, más cerca. Hoy quiero más que ninguna otra noche, hoy soy más, y tú también. Las cosas evolucionan, por el lado que sea, y al parecer, ahora toca entre los pliegues de la única sábana que podemos aguantar. Y giros, y vueltas, y me acerco a tu oreja izquierda, y me despido, sin palabras, de mi más fiel aliada, y vuelvo a pensar demasiado, y busco tu boca, porque ahora no quiero pensar. Sentir, y seguir sintiendo, y aguantar las estúpidas lágrimas que ahora quieren aparecer. Vive, es absurdo no vivir. El momento es lo que importa, es lo único que importa.
Me da igual el mañana, la semana que viene, el mes que viene, me da igual que llegue septiembre, que pase, que acabe, hoy quiero que todo me de igual. Hoy de verdad no existe el mundo, hoy ni siquiera existes Tú, porque hoy es el único resquicio de Nosotros que puedo tener.
8.18.2009
Quince años
Me paso una mano por el pelo, por enésima vez. Miro a la derecha, y sonrío y me frustro, todo al mismo tiempo, por el montón de ropa que espera en mi cama, mil opciones entre las que parece imposible que no haya encontrado nada que ponerme.
El espejo, al otro lado del cuarto, me refleja el tono tostado de la piel, que después de todo el verano me hace alejarme un poco de esa imagen de fragilidad de porcelana que me da el invierno, y sobre el que resalta el negro del encaje, el culotte que se pega como una segunda piel, calada de dibujos de flores y hojas, y el sujetador que realza lo poco o mucho que me ha querido dar la naturaleza.
No puedo dejar de mirarme, no soy narcisista, ni siquiera tengo una gran autoestima, pero he de reconocer que cuanta menos ropa, mejor. Ahora ya es tímida carcajada, estoy nerviosa, me he puesto un conjunto de ropa interior que probablemente no vea la luz en todo el día, pero no puedo dejar nada al azar, no puedo no intentar estar perfecta, hoy no.
He fantaseado mil veces con este momento; desde que los primeros nervios de la adolescencia me hicieron acercarme a ti, desde que descubrí que una relación como la nuestra no sólo podía funcionar, sino que además, crecía, se hinchaba, y era casi más dificil de romper que una amistad “normal”.
No voy a llegar, se me está haciendo tarde, y ésta es una cita a la que no me perdonaría llegar impuntual. Me pongo la falda rosa, ¿un poco demasiado seria de más? Y la blusa negra, abriendo un botón más de los estrictamente necesarios; un poco por ti, y otro poco por mí. Me subo a los tacones, y el espejo me riñe por intentar aparentar unos años que no tengo. Pero la inseguridad me puede, y la sensación de infantilismo que tenía cada vez que hablábamos, años atrás, me invade, y trato de esconderla con la ropa y una fina capa de maquillaje.
Delante del espejo, cada vez más nerviosa, me echo dos gotas de un perfume muy suave, de esos que sólo notarías al estar a menos de dos centímetros de mi cuello, y me miro, y vuelvo a sonreírme, a darme ánimos, a intentar esconder el escalofrío que me recorre el cuerpo.
Salgo de casa, me pongo los cascos, y por supuesto, el aleatorio me vuelve a traicionar… maldito Sabina… sólo me faltaba esto.
Y por el camino pienso en ti, pienso en nosotros, en todo lo que llevamos vivido, y en que, en realidad, no hemos vivido aún nada. Pienso en el puñado de fotos que nos hemos intercambiado, pienso en los miles de palabras, en los millones de caracteres, en cada correo, en cada conversación, y casi no me creo que ahora estemos tan cerca. ¿Y si me doy la vuelta? No seas tonta…
Llego, miro, no te veo, o quizás te estoy mirando, quién puede saberlo con seguridad… no puedo más, en mi vida he estado tan nerviosa. Pero ¿qué pasa? Si no es nada, ya ves, un simple café, un momento que puede cambiarlo todo. ¿De quién ha sido esta estúpida idea? Miro el reloj, soy idiota, al final he llegado pronto.
Me quito los cascos, o no, espera, mejor me los dejo. No, me los quito. Y ahora… ahora… pues… no sé, ahora espero ¿no?
Y como en una película absurdamente romántica, me tapas los ojos por detrás. Sé que eres tú, aunque no pueda reconocer las manos, ni ese aroma, ni nada de lo que pasa en ese momento. Sólo me da tiempo a que el corazón me salte en el pecho, a ponerme aún más nerviosa de lo que estaba, y a darme cuenta de que, en un segundo, todo cambiará, para bien o para mal, pero todo será distinto.
-Qué guapa eres…- y al fin y al cabo, al final el perfume ha cumplido su función…
Ahora, es cuando me toca darme la vuelta ¿no?
El espejo, al otro lado del cuarto, me refleja el tono tostado de la piel, que después de todo el verano me hace alejarme un poco de esa imagen de fragilidad de porcelana que me da el invierno, y sobre el que resalta el negro del encaje, el culotte que se pega como una segunda piel, calada de dibujos de flores y hojas, y el sujetador que realza lo poco o mucho que me ha querido dar la naturaleza.
No puedo dejar de mirarme, no soy narcisista, ni siquiera tengo una gran autoestima, pero he de reconocer que cuanta menos ropa, mejor. Ahora ya es tímida carcajada, estoy nerviosa, me he puesto un conjunto de ropa interior que probablemente no vea la luz en todo el día, pero no puedo dejar nada al azar, no puedo no intentar estar perfecta, hoy no.
He fantaseado mil veces con este momento; desde que los primeros nervios de la adolescencia me hicieron acercarme a ti, desde que descubrí que una relación como la nuestra no sólo podía funcionar, sino que además, crecía, se hinchaba, y era casi más dificil de romper que una amistad “normal”.
No voy a llegar, se me está haciendo tarde, y ésta es una cita a la que no me perdonaría llegar impuntual. Me pongo la falda rosa, ¿un poco demasiado seria de más? Y la blusa negra, abriendo un botón más de los estrictamente necesarios; un poco por ti, y otro poco por mí. Me subo a los tacones, y el espejo me riñe por intentar aparentar unos años que no tengo. Pero la inseguridad me puede, y la sensación de infantilismo que tenía cada vez que hablábamos, años atrás, me invade, y trato de esconderla con la ropa y una fina capa de maquillaje.
Delante del espejo, cada vez más nerviosa, me echo dos gotas de un perfume muy suave, de esos que sólo notarías al estar a menos de dos centímetros de mi cuello, y me miro, y vuelvo a sonreírme, a darme ánimos, a intentar esconder el escalofrío que me recorre el cuerpo.
Salgo de casa, me pongo los cascos, y por supuesto, el aleatorio me vuelve a traicionar… maldito Sabina… sólo me faltaba esto.
Y por el camino pienso en ti, pienso en nosotros, en todo lo que llevamos vivido, y en que, en realidad, no hemos vivido aún nada. Pienso en el puñado de fotos que nos hemos intercambiado, pienso en los miles de palabras, en los millones de caracteres, en cada correo, en cada conversación, y casi no me creo que ahora estemos tan cerca. ¿Y si me doy la vuelta? No seas tonta…
Llego, miro, no te veo, o quizás te estoy mirando, quién puede saberlo con seguridad… no puedo más, en mi vida he estado tan nerviosa. Pero ¿qué pasa? Si no es nada, ya ves, un simple café, un momento que puede cambiarlo todo. ¿De quién ha sido esta estúpida idea? Miro el reloj, soy idiota, al final he llegado pronto.
Me quito los cascos, o no, espera, mejor me los dejo. No, me los quito. Y ahora… ahora… pues… no sé, ahora espero ¿no?
Y como en una película absurdamente romántica, me tapas los ojos por detrás. Sé que eres tú, aunque no pueda reconocer las manos, ni ese aroma, ni nada de lo que pasa en ese momento. Sólo me da tiempo a que el corazón me salte en el pecho, a ponerme aún más nerviosa de lo que estaba, y a darme cuenta de que, en un segundo, todo cambiará, para bien o para mal, pero todo será distinto.
-Qué guapa eres…- y al fin y al cabo, al final el perfume ha cumplido su función…
Ahora, es cuando me toca darme la vuelta ¿no?
7.05.2009
Despedidas
Tu respiración en una cadencia perfecta, tu inmovilidad aparente, así, tumbado boca abajo sobre las sábanas que acabamos de arrugar despierta mis sentidos. Te miro desde lo alto, como una madre que mira a un hijo, como un ídolo que mira a un siervo, o mejor, como una diosa desde el Olimpo que se encapricha con un mortal, y al que secuestra como propio.
Porque nunca me siento como una diosa; sólo tú, sólo tus manos, tu boca, tus caricias, son capaces conseguirlo.
Lo que siento cada vez que me miras, lo que me recorre el cuerpo cada vez que me tocas, es poder, porque no puede haber nada tan fuerte, nada que arranque de mí lo que tú arrancas, que no sea puro poder.
No puedo dejar de tocarte. Cuando estamos así, incluso ahora, los dos cansados, intentando recuperar el aliento tras un arrebato impulsivo que llevamos planeando toda la noche, necesito sentir tu piel ardiendo, y no me contengo al recorrer tu espalda, tus brazos, tus muslos, inocente y sensual al mismo tiempo, dejando a la vez que sigas inmóvil, pero recordando con persistencia mi presencia. Me siento feliz. No puede ser ésto más que pura felicidad, y como sé que no me miras, sonrío, sin dejar que de mi garganta salga ni un sonido. Siempre cuidadosa, siempre escondiendo esa parte que no quiero mostrar.
Y sigo recorriéndote, y aprovecho para recordar, memoria a corto plazo, y me resulta estúpidamente ruborizante pensar en los eventos de hace apenas unos minutos. Pero me vuelve a inundar el calor, la pasión, el poder que nunca tengo, el engaño que lo que consigue es que me atreva. Y me atrevo.
Sé dónde girar, dónde presionar, dónde ir más despacio, y dónde más deprisa, y conseguir que te des la vuelta es mi único objetivo. Cuando te mueves, en el segundo que tardas en girarte y rodearme con tus brazos, en apresarme y taparme la visión, en voltearnos, en volver a ser el que domina, en demostrarme, aunque los dos sepamos que no es verdad, quién está provocando a quién, en ese segundo todo se borra, todos los minutos en los que pienso demasiado, todos los que me obligan a ser más racional de lo que quiero ser contigo, todos los peros que he decidido esconder en una caja fuerte, para no pensar en ellos, todo... todo se borra, y en ese momento, sólo existes tú.
Porque nunca me siento como una diosa; sólo tú, sólo tus manos, tu boca, tus caricias, son capaces conseguirlo.
Lo que siento cada vez que me miras, lo que me recorre el cuerpo cada vez que me tocas, es poder, porque no puede haber nada tan fuerte, nada que arranque de mí lo que tú arrancas, que no sea puro poder.
No puedo dejar de tocarte. Cuando estamos así, incluso ahora, los dos cansados, intentando recuperar el aliento tras un arrebato impulsivo que llevamos planeando toda la noche, necesito sentir tu piel ardiendo, y no me contengo al recorrer tu espalda, tus brazos, tus muslos, inocente y sensual al mismo tiempo, dejando a la vez que sigas inmóvil, pero recordando con persistencia mi presencia. Me siento feliz. No puede ser ésto más que pura felicidad, y como sé que no me miras, sonrío, sin dejar que de mi garganta salga ni un sonido. Siempre cuidadosa, siempre escondiendo esa parte que no quiero mostrar.
Y sigo recorriéndote, y aprovecho para recordar, memoria a corto plazo, y me resulta estúpidamente ruborizante pensar en los eventos de hace apenas unos minutos. Pero me vuelve a inundar el calor, la pasión, el poder que nunca tengo, el engaño que lo que consigue es que me atreva. Y me atrevo.
Sé dónde girar, dónde presionar, dónde ir más despacio, y dónde más deprisa, y conseguir que te des la vuelta es mi único objetivo. Cuando te mueves, en el segundo que tardas en girarte y rodearme con tus brazos, en apresarme y taparme la visión, en voltearnos, en volver a ser el que domina, en demostrarme, aunque los dos sepamos que no es verdad, quién está provocando a quién, en ese segundo todo se borra, todos los minutos en los que pienso demasiado, todos los que me obligan a ser más racional de lo que quiero ser contigo, todos los peros que he decidido esconder en una caja fuerte, para no pensar en ellos, todo... todo se borra, y en ese momento, sólo existes tú.
5.09.2009
Gracias,
...porque fuiste el que lograste arrancarme de las garras de la oscuridad. Porque sin tí, tal vez hubiera seguido en la más absoluta ceguera, inocencia negativa, durante un tiempo que hubiera resultado demasiado.
Apareciste como aparecen todas las cosas extraordinarias de la vida, sin esperarlas, sin grandes presentaciones, como si fueras uno más, uno que pasaría tan rápido como cualquier otro, pero te frenaste, me miraste con esos ojos que aún hoy, con todo lo que ha cambiado, me siguen penetrando de una manera casi violenta.
Y me besaste. Me obligaste a abrir las compuertas, aunque sólo fuera para lograr colarte dentro antes de que se volviesen a cerrar, y como una pequeña carcoma, fuiste acabando con todas mis barreras desde dentro. Creo, que casi sin darte cuenta.
A tí te debo la felicidad que llegó después de que me partieras el corazón; a tí te tengo que agradecer las mariposas en el estómago, que sólo fueron el aperitivo de la bandada de águilas reales que ocuparon su lugar cuando tú te las llevaste, a tí te agradezco el daño que me hiciste, y todo lo que lloré por tí.
Porque eras dulce, sensible, suave, tus caricias eran de tanteo, de cuidado infinito, y recuerdo que parabas cada vez que mi respiración cambiaba una milésima de segundo su cadencia. Y me mirabas, me mirabas mucho, como queriendo descubrir en mis ojos el torbellino de ideas que se me pasaban por la cabeza en aquellos momentos...
Me regalaste tu cariño, tus besos, tus miradas, tus silencios, y por eso, por muy amargo que fuera el final, no está resultando fácil olvidarte. Y por eso, precisamente, es por lo que me esfuerzo tanto en hacerlo.
Apareciste como aparecen todas las cosas extraordinarias de la vida, sin esperarlas, sin grandes presentaciones, como si fueras uno más, uno que pasaría tan rápido como cualquier otro, pero te frenaste, me miraste con esos ojos que aún hoy, con todo lo que ha cambiado, me siguen penetrando de una manera casi violenta.
Y me besaste. Me obligaste a abrir las compuertas, aunque sólo fuera para lograr colarte dentro antes de que se volviesen a cerrar, y como una pequeña carcoma, fuiste acabando con todas mis barreras desde dentro. Creo, que casi sin darte cuenta.
A tí te debo la felicidad que llegó después de que me partieras el corazón; a tí te tengo que agradecer las mariposas en el estómago, que sólo fueron el aperitivo de la bandada de águilas reales que ocuparon su lugar cuando tú te las llevaste, a tí te agradezco el daño que me hiciste, y todo lo que lloré por tí.
Porque eras dulce, sensible, suave, tus caricias eran de tanteo, de cuidado infinito, y recuerdo que parabas cada vez que mi respiración cambiaba una milésima de segundo su cadencia. Y me mirabas, me mirabas mucho, como queriendo descubrir en mis ojos el torbellino de ideas que se me pasaban por la cabeza en aquellos momentos...
Me regalaste tu cariño, tus besos, tus miradas, tus silencios, y por eso, por muy amargo que fuera el final, no está resultando fácil olvidarte. Y por eso, precisamente, es por lo que me esfuerzo tanto en hacerlo.
4.18.2009
Recuerdo...
Te echo de menos… echo de menos tus manos, echo de menos tu boca, echo de menos las sensaciones que de tanto recordar creo que estoy empezando a inventarme. No es un reproche, no es una reprimenda, es una afirmación de la que me he dado cuenta hace muy poco.
Siento que me falta algo, algo que tengo cuando estoy contigo… algo que hace mucho que no encuentro…y no sé qué es. Aunque puedo intuirlo. Me falta… ese intermedio en el que el mundo se disolvía y en el que sólo existíamos tú y yo. Me falta cerrar la puerta y dejar la racionalidad al otro lado. Me falta escaparme de todo, sin condiciones, sin ataduras, sin sentimientos complicados, sin todo lo que pueda estropearlo… Me muero de ganas de volverte a ver.
Cierro los ojos, y te recuerdo. Recuerdo tu mirada lasciva, sí, no sé por qué, con todos los recuerdos que tengo, ese es el primero, esa mirada, la que hace que me ruborice, esa que sólo te permito a ti, y me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Me acuerdo de tus manos, de tu pecho, de los mechones de tu pelo, de tu cara recién afeitada… y me llegan momentos, tonterías, memorias que llevan tu nombre grabado. Cada vez que se me cae el tirante de la camiseta vuelvo a aquella primera noche, a aquellos besos atropellados que nos pillaron tan desprevenidos… cuando abro el cajón te regalo prendas, cuando giro la almohada, cuando bajo la persiana, cuando enciendo la lámpara… y en ese momento se abren las compuertas, y todos los recuerdos invaden mi cabeza.
Nadie puede echar de menos algo que no ha probado aún… eso dicen, pero yo echo de menos todas y cada una de las pequeñeces que aún no hemos probado, es una mezcla entre esperanza y ansiedad, entre recuerdos e invenciones, entre realidad y ficción…
Tus manos recorriendo mi espalda, bajando y acercándome todo al mismo tiempo, las piernas entrecruzadas, y unos labios que muy despacio, tan despacio que parece que quieran volverme loca, empiezan en el cuello, y bajan por el hombro, por el brazo, acariciándome con la punta de la nariz, mientras yo ya no sé ni dónde estoy ni a dónde quiero llegar. Sólo… un poco más allá, un paso hacia delante, o una maratón, ya da igual. Quiero recorrer tu cuerpo, sin dejar ni un centímetro sin explorar, quiero escucharte, probar, saber qué te hace respirar y qué te corta la respiración, quiero conquistar fortalezas, quiero hincharme un poco de orgullo, como… antes.
Siento, vivo, recuerdo, y me doy cuenta de que en circustancias normales no apreciamos en absoluto las posibilidades que tenemos, hasta dónde nos pueden hacer sentir, cómo con la confianza de una amante que sabe en manos de quién está, puedo empezar a abrirme, a dejarme llevar, a darte un poquito más, a no esconderme… pero es muy poco a poco, cada paso cuesta un mundo, aunque la recompensa sea toda una galaxia…
Y es contigo, no por amor, he comprendido que esas cosas ayudan, pero no son indispensables… es… es… porque sí, porque eres tú, porque ahora mismo, en mi cabeza, en mi pura fantasía, no puede ser otro, porque nosotros, aunque no te lo parezca, ya tenemos mucho camino andado, y con cualquier otro tendría que volver a empezar de cero…
Siento que me falta algo, algo que tengo cuando estoy contigo… algo que hace mucho que no encuentro…y no sé qué es. Aunque puedo intuirlo. Me falta… ese intermedio en el que el mundo se disolvía y en el que sólo existíamos tú y yo. Me falta cerrar la puerta y dejar la racionalidad al otro lado. Me falta escaparme de todo, sin condiciones, sin ataduras, sin sentimientos complicados, sin todo lo que pueda estropearlo… Me muero de ganas de volverte a ver.
Cierro los ojos, y te recuerdo. Recuerdo tu mirada lasciva, sí, no sé por qué, con todos los recuerdos que tengo, ese es el primero, esa mirada, la que hace que me ruborice, esa que sólo te permito a ti, y me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Me acuerdo de tus manos, de tu pecho, de los mechones de tu pelo, de tu cara recién afeitada… y me llegan momentos, tonterías, memorias que llevan tu nombre grabado. Cada vez que se me cae el tirante de la camiseta vuelvo a aquella primera noche, a aquellos besos atropellados que nos pillaron tan desprevenidos… cuando abro el cajón te regalo prendas, cuando giro la almohada, cuando bajo la persiana, cuando enciendo la lámpara… y en ese momento se abren las compuertas, y todos los recuerdos invaden mi cabeza.
Nadie puede echar de menos algo que no ha probado aún… eso dicen, pero yo echo de menos todas y cada una de las pequeñeces que aún no hemos probado, es una mezcla entre esperanza y ansiedad, entre recuerdos e invenciones, entre realidad y ficción…
Tus manos recorriendo mi espalda, bajando y acercándome todo al mismo tiempo, las piernas entrecruzadas, y unos labios que muy despacio, tan despacio que parece que quieran volverme loca, empiezan en el cuello, y bajan por el hombro, por el brazo, acariciándome con la punta de la nariz, mientras yo ya no sé ni dónde estoy ni a dónde quiero llegar. Sólo… un poco más allá, un paso hacia delante, o una maratón, ya da igual. Quiero recorrer tu cuerpo, sin dejar ni un centímetro sin explorar, quiero escucharte, probar, saber qué te hace respirar y qué te corta la respiración, quiero conquistar fortalezas, quiero hincharme un poco de orgullo, como… antes.
Siento, vivo, recuerdo, y me doy cuenta de que en circustancias normales no apreciamos en absoluto las posibilidades que tenemos, hasta dónde nos pueden hacer sentir, cómo con la confianza de una amante que sabe en manos de quién está, puedo empezar a abrirme, a dejarme llevar, a darte un poquito más, a no esconderme… pero es muy poco a poco, cada paso cuesta un mundo, aunque la recompensa sea toda una galaxia…
Y es contigo, no por amor, he comprendido que esas cosas ayudan, pero no son indispensables… es… es… porque sí, porque eres tú, porque ahora mismo, en mi cabeza, en mi pura fantasía, no puede ser otro, porque nosotros, aunque no te lo parezca, ya tenemos mucho camino andado, y con cualquier otro tendría que volver a empezar de cero…
2.28.2009
Posibilidades...
Cuando abro los ojos y recuerdo dónde estoy, cuando tengo la suerte, buena o mala, de que la luz de la mañana me moleste lo suficiente para arrancarme de brazos de Morfeo antes que a ti, siempre hay un momento en el que me absorbe una indecisión infinita.
Podría volver a cerrar los ojos, dejarme llevar por el tacto, quedarme muy muy quieta notando cada centímetro de piel compartida, sintiendo cómo queman dos cuerpos que se tocan, o tal vez girarme, con un cuidado milimétrico, intentando por todos los medios que no te despiertes, escapando del abrazo con el que me mantienes prisionera, para poder mirarte, así, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, con la paz de quien no está pensando, de quien no es racional, un animal indefenso al alcance de cualquier bestia salvaje que quiera atacar.
Y otra vez la posibilidad, la posibilidad de ser guardián, de proteger el sueño, proteger la inocencia que me muestras, esa que sólo puedo ver cuando estás dormido, porque despierto nunca te dejas lo suficiente; despierto, tú eres el cazador y yo la presa… al menos la mayor parte del tiempo…; y la otra opción, la opción de volverme esa bestia salvaje, la de aprovechar lo indefenso que estás, para acercarme hasta sentir tu respiración, besarte los labios sin que respondas, y bajar las manos por tu espalda, haciendo giros, infinitas líneas curvas, espirales que hacen que te recorra un escalofrío. Pero no, no quiero despertarte, al menos no aún.
Y me levanto, me escapo de tus brazos y de entre las sábanas, y notando el gélido saludo de la mañana en mi cuerpo, me giro, vuelvo a mirarte, y olvidando todo lo que ha pasado esta noche, dejando a un lado cualquier atisbo de pasión incontrolable, te tapo como si fueras mi niño pequeño, incluso pienso en que me gustaría apartarte un mechón de la frente, y me siento en la cama, obviando el frío, y te miro, y tú sigues durmiendo.
No me atrevo a tocarte ahora… es tarde, o mejor dicho… pronto, y antes ya has estado a punto de despertar… si ahora hiciese lo que me gustaría hacer, si ahora te llenase de caricias, se rompería el hechizo, abrirías los ojos, y volverías a ser el cazador, esconderías sin acabar con él (pues es imposible) al animal indefenso que me hipnotiza.
Así que me obligo a levantarme, me obligo a dejarte y cuando salgo de la habitación sólo se me ocurre un lugar donde poder secuestrar durante unos minutos más las sensaciones de toda la noche. Con agua caliente… muy caliente.
Entro y me coloco bajo el chorro de agua, mirando hacia arriba, pero con los ojos cerrados, espero a que el calor exagerado deje de ser incómodo para mi piel, a que el agua excesivamente caliente sea simplemente un chorro continuo que me cubra por completo… si existieran los trajes de agua, yo no podría ponerme otros.
Me aparto el pelo, hacia atrás, liso como nunca jamás está cuando me lo seco, y dejo que el agua y las memorias de toda la noche me inunden por completo… tus manos, tu boca, tu respiración entrecortada, tu sonrisa… y sonrío, rememoro hasta el último detalle, con los ojos aún cerrados, siento los besos en el cuello, tu risa ahogada del momento en el que tu mano acaricia esa zona lisa que hay justo encima de mi monte de Venus, y que siempre hace que aguante la respiración, y tus caricias por la espalda, tu cuerpo entero pegado al mío… y me abrazas por detrás, y me vuelves a besar el cuello, y me fuerzas a dar la vuelta, para encontrarnos debajo del chorro de agua, y buscarnos a ciegas, para volver a empezar…
Podría volver a cerrar los ojos, dejarme llevar por el tacto, quedarme muy muy quieta notando cada centímetro de piel compartida, sintiendo cómo queman dos cuerpos que se tocan, o tal vez girarme, con un cuidado milimétrico, intentando por todos los medios que no te despiertes, escapando del abrazo con el que me mantienes prisionera, para poder mirarte, así, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, con la paz de quien no está pensando, de quien no es racional, un animal indefenso al alcance de cualquier bestia salvaje que quiera atacar.
Y otra vez la posibilidad, la posibilidad de ser guardián, de proteger el sueño, proteger la inocencia que me muestras, esa que sólo puedo ver cuando estás dormido, porque despierto nunca te dejas lo suficiente; despierto, tú eres el cazador y yo la presa… al menos la mayor parte del tiempo…; y la otra opción, la opción de volverme esa bestia salvaje, la de aprovechar lo indefenso que estás, para acercarme hasta sentir tu respiración, besarte los labios sin que respondas, y bajar las manos por tu espalda, haciendo giros, infinitas líneas curvas, espirales que hacen que te recorra un escalofrío. Pero no, no quiero despertarte, al menos no aún.
Y me levanto, me escapo de tus brazos y de entre las sábanas, y notando el gélido saludo de la mañana en mi cuerpo, me giro, vuelvo a mirarte, y olvidando todo lo que ha pasado esta noche, dejando a un lado cualquier atisbo de pasión incontrolable, te tapo como si fueras mi niño pequeño, incluso pienso en que me gustaría apartarte un mechón de la frente, y me siento en la cama, obviando el frío, y te miro, y tú sigues durmiendo.
No me atrevo a tocarte ahora… es tarde, o mejor dicho… pronto, y antes ya has estado a punto de despertar… si ahora hiciese lo que me gustaría hacer, si ahora te llenase de caricias, se rompería el hechizo, abrirías los ojos, y volverías a ser el cazador, esconderías sin acabar con él (pues es imposible) al animal indefenso que me hipnotiza.
Así que me obligo a levantarme, me obligo a dejarte y cuando salgo de la habitación sólo se me ocurre un lugar donde poder secuestrar durante unos minutos más las sensaciones de toda la noche. Con agua caliente… muy caliente.
Entro y me coloco bajo el chorro de agua, mirando hacia arriba, pero con los ojos cerrados, espero a que el calor exagerado deje de ser incómodo para mi piel, a que el agua excesivamente caliente sea simplemente un chorro continuo que me cubra por completo… si existieran los trajes de agua, yo no podría ponerme otros.
Me aparto el pelo, hacia atrás, liso como nunca jamás está cuando me lo seco, y dejo que el agua y las memorias de toda la noche me inunden por completo… tus manos, tu boca, tu respiración entrecortada, tu sonrisa… y sonrío, rememoro hasta el último detalle, con los ojos aún cerrados, siento los besos en el cuello, tu risa ahogada del momento en el que tu mano acaricia esa zona lisa que hay justo encima de mi monte de Venus, y que siempre hace que aguante la respiración, y tus caricias por la espalda, tu cuerpo entero pegado al mío… y me abrazas por detrás, y me vuelves a besar el cuello, y me fuerzas a dar la vuelta, para encontrarnos debajo del chorro de agua, y buscarnos a ciegas, para volver a empezar…
2.16.2009
Luz de Gas
La luz tenue que invadía el local resaltaba la palidez de mi piel de una forma extraña; casi podía encontrar tintes azulados en aquel dorso que observaba como si no fuera el mismo que me acompañaba desde siempre.
El camarero me trajo la copa, con cuatro hielos que tintineaban en un vaso bajo… bebida de hombre, pensé mientras me llevaba el alcohol a los labios. La verdad es que en otra época nunca me hubiera planteado una bebida tan fuerte… supongo que tenía que empezar a hacerme a la idea de que al final todo terminaba siendo como debía ser.
La música cambió, ni siquiera me había fijado en la canción que había estado sonando antes, pero me resultaba imposible no poner toda la atención en la suave melodía que llegaba ahora a través de… ¿un hilo musical? Sí, eso parecía. Aunque en realidad ni siquiera levanté la cabeza para investigar de dónde llegaba. Me era suficiente con tenerla, así, de fondo, mientras seguía hablando en silencio con mi mejor amigo, el vaso que poco a poco llenaba de suaves gotas sus paredes.
Las observé, pasé el dedo sobre ellas, y pensé que se parecían demasiado a las que se solían formar en la piel de Miguel después de un par de horas de juegos y caricias, la que veía a pocos centímetros cuando lo abrazaba en medio de una pasión descontrolada, la que siempre iba acompañada de aquella respiración entrecortada que… no, no podía pensar en eso ahora.
Volví a coger el vaso, esta vez pegando un trago largo, como intentándomela acabar, deseando que el alcohol hiciera efecto más rápido que otras veces, luchando contra el frío que se apoderaba de mi garganta.
-Hola preciosa – una voz profunda, como rota por años de tabaco, de un cigarrillo detrás de otro, me saludó desde la derecha de la barra.
Giré la cabeza y forcé una sonrisa seductora, una que sabía que no me fallaba nunca, la más interiorizada, y es que tenía claro que esta noche debía ir sobre seguro, no podía arriesgarme con actuaciones que no tuviera lo suficientemente ensayadas.
-Hola guapo.
Intercambiamos un par de frases más sin sentido, de esas que olvidabas nada más escucharlas, ni siquiera creo que las escuchara en serio. Sólo presté atención a lo que decía hasta que movió su taburete arrastrándolo ruidosamente por el suelo para sentarse muy cerca de mí. A partir de ese momento, su voz se convirtió en un zumbido más de los muchos que poblaban el bar, y me dediqué a observar al que se había convertido en mi compañero circunstancial, al menos por esta noche.
Era de mediana edad, mayor que yo, aunque eso no era difícil, quizás de la edad de Miguel, de rasgos duros, con la cara redonda, lo que le daba un aspecto de niño que chocaba con la barba de tres días que asomaba, la cara de Miguel era mucho más proporcionada, los labios mucho más finos, y casi nunca llevaba barba, aunque sabía que a mí me encantaba… quizás incluso ese fuera el motivo de que no la llevara.
Era atractivo, nada del otro mundo, me supongo, o no estaría en un tugurio como éste ligando con almas perdidas que no encontraban refugio más que en lugares oscuros con músicas de otro tiempo, pero tampoco era de los peores. Incluso podía permitirme el lujo de no pensar en otro… aunque sabía que una cosa era decirlo, y otra muy diferente borrar de mi cabeza las imágenes de mil y una noches, las sensaciones, la realidad de los sentimientos que superaba con creces la ficción de una noche irreal.
Su mano se posó en mi muslo, y me acarició por encima de la media. Mi primer impulso fue levantarme, escapar, pero me frené a mí misma, convenciéndome de que debía seguir sentada, seguir sonriendo, seguir siendo el personaje.
Supongo que entendió mi reacción tal y como yo pretendía que la entendiera, porque pronto se acercó a mi oído, y apretando su mano sobre mi piel, me susurró palabras a las que no hice caso, que sólo fueron la oportunidad que esperaba para girar la cabeza y probar aquella boca que, efectivamente, me respondió devolviéndome un extraño gusto a tabaco y whisky, un sabor que abrió una compuerta llena de recuerdos, que me obligó a aferrarme con más fuerza a aquel cuerpo desconocido, que me forzó a tragar las lágrimas que amenazaban con arruinar aquel estúpido momento placebo, mientras mi cabeza sólo podía repetir…
-Miguel… Miguel… Miguel
El camarero me trajo la copa, con cuatro hielos que tintineaban en un vaso bajo… bebida de hombre, pensé mientras me llevaba el alcohol a los labios. La verdad es que en otra época nunca me hubiera planteado una bebida tan fuerte… supongo que tenía que empezar a hacerme a la idea de que al final todo terminaba siendo como debía ser.
La música cambió, ni siquiera me había fijado en la canción que había estado sonando antes, pero me resultaba imposible no poner toda la atención en la suave melodía que llegaba ahora a través de… ¿un hilo musical? Sí, eso parecía. Aunque en realidad ni siquiera levanté la cabeza para investigar de dónde llegaba. Me era suficiente con tenerla, así, de fondo, mientras seguía hablando en silencio con mi mejor amigo, el vaso que poco a poco llenaba de suaves gotas sus paredes.
Las observé, pasé el dedo sobre ellas, y pensé que se parecían demasiado a las que se solían formar en la piel de Miguel después de un par de horas de juegos y caricias, la que veía a pocos centímetros cuando lo abrazaba en medio de una pasión descontrolada, la que siempre iba acompañada de aquella respiración entrecortada que… no, no podía pensar en eso ahora.
Volví a coger el vaso, esta vez pegando un trago largo, como intentándomela acabar, deseando que el alcohol hiciera efecto más rápido que otras veces, luchando contra el frío que se apoderaba de mi garganta.
-Hola preciosa – una voz profunda, como rota por años de tabaco, de un cigarrillo detrás de otro, me saludó desde la derecha de la barra.
Giré la cabeza y forcé una sonrisa seductora, una que sabía que no me fallaba nunca, la más interiorizada, y es que tenía claro que esta noche debía ir sobre seguro, no podía arriesgarme con actuaciones que no tuviera lo suficientemente ensayadas.
-Hola guapo.
Intercambiamos un par de frases más sin sentido, de esas que olvidabas nada más escucharlas, ni siquiera creo que las escuchara en serio. Sólo presté atención a lo que decía hasta que movió su taburete arrastrándolo ruidosamente por el suelo para sentarse muy cerca de mí. A partir de ese momento, su voz se convirtió en un zumbido más de los muchos que poblaban el bar, y me dediqué a observar al que se había convertido en mi compañero circunstancial, al menos por esta noche.
Era de mediana edad, mayor que yo, aunque eso no era difícil, quizás de la edad de Miguel, de rasgos duros, con la cara redonda, lo que le daba un aspecto de niño que chocaba con la barba de tres días que asomaba, la cara de Miguel era mucho más proporcionada, los labios mucho más finos, y casi nunca llevaba barba, aunque sabía que a mí me encantaba… quizás incluso ese fuera el motivo de que no la llevara.
Era atractivo, nada del otro mundo, me supongo, o no estaría en un tugurio como éste ligando con almas perdidas que no encontraban refugio más que en lugares oscuros con músicas de otro tiempo, pero tampoco era de los peores. Incluso podía permitirme el lujo de no pensar en otro… aunque sabía que una cosa era decirlo, y otra muy diferente borrar de mi cabeza las imágenes de mil y una noches, las sensaciones, la realidad de los sentimientos que superaba con creces la ficción de una noche irreal.
Su mano se posó en mi muslo, y me acarició por encima de la media. Mi primer impulso fue levantarme, escapar, pero me frené a mí misma, convenciéndome de que debía seguir sentada, seguir sonriendo, seguir siendo el personaje.
Supongo que entendió mi reacción tal y como yo pretendía que la entendiera, porque pronto se acercó a mi oído, y apretando su mano sobre mi piel, me susurró palabras a las que no hice caso, que sólo fueron la oportunidad que esperaba para girar la cabeza y probar aquella boca que, efectivamente, me respondió devolviéndome un extraño gusto a tabaco y whisky, un sabor que abrió una compuerta llena de recuerdos, que me obligó a aferrarme con más fuerza a aquel cuerpo desconocido, que me forzó a tragar las lágrimas que amenazaban con arruinar aquel estúpido momento placebo, mientras mi cabeza sólo podía repetir…
-Miguel… Miguel… Miguel
2.07.2009
Quiero...
Quiero mirarte a los ojos, y acercarme muy despacito, hasta que ya no pueda verlos, y tenga que cerrarlos un segundo, para poder después escudriñar tu rostro a esa distancia casi imperceptible.
Quiero observar tus labios, ver tu boca entreabierta, y bailar un vals con ella en el que no se lleguen a cruzar con la mía.
Quiero levantar la vista y saber que me sonríes sólo con la mirada, y notar como nuestras respiraciones se entremezclan en los milímetros que nos separan.
Quiero escuchar cómo respiras, cómo se va acelerando, cómo la espiral se vuelve cada vez más pequeñita.
Quiero sentir en la garganta ese nudo de anticipación, alargar el momento de forma indefinida, para que sea más dulce la recompensa final.
Quiero ver tu sonrisa, y sentir que hemos ganado, que la batalla se acaba, y que desaparece el tiempo y el espacio.
Quiero... quiero un beso.
Quiero observar tus labios, ver tu boca entreabierta, y bailar un vals con ella en el que no se lleguen a cruzar con la mía.
Quiero levantar la vista y saber que me sonríes sólo con la mirada, y notar como nuestras respiraciones se entremezclan en los milímetros que nos separan.
Quiero escuchar cómo respiras, cómo se va acelerando, cómo la espiral se vuelve cada vez más pequeñita.
Quiero sentir en la garganta ese nudo de anticipación, alargar el momento de forma indefinida, para que sea más dulce la recompensa final.
Quiero ver tu sonrisa, y sentir que hemos ganado, que la batalla se acaba, y que desaparece el tiempo y el espacio.
Quiero... quiero un beso.
1.29.2009
Una fantasía de lo más absurda...
Hoy, paseando por el cauce antiguo, escuchando alguna canción escogida sin darme cuenta, me he acordado de tí.
He pensado en los paseos que habíamos dado por ese mismo camino en una etapa anterior, y a lo tonto, he empezado a fantasear...
He imaginado que el mundo era un pañuelo...
He imaginado que te encontraba de frente... haciéndote el interesante con otra.
He imaginado tu cara de sorpresa al verme delante... y cómo sonreirías, de esa manera que es solo tuya.
He imaginado la sonrisa falsa que yo sacaría de la manga, la sonrisa de amiga a la que no le importa.
He imaginado cómo tú te acercabas al oído de ella, y le asegurabas que estabas loco, que eras capaz de cualquier cosa.
He imaginado cómo ella, entrando al trapo, te respondía con una sonrisa... "¿cualquier cosa?"
He imaginado cómo tú asentías con la cabeza, y le decías "Te lo voy a demostrar"
He imaginado cómo os acercabais, y tú, sin mediar palabra, me agarrabas de la cintura, y ante la mirada incrédula de ella, más alta, más guapa y más que yo, me dabas un beso de esos que sólo nos hemos dado detrás de una puerta cerrada...
He imaginado cómo me soltabas, y sin mediar palabra seguías andando, cogiéndola, un brazo por encima de sus hombros, sabiéndote ganador de esa batalla, y posiblemente de una noche pasional con ella.
He imaginado que yo me quedaba quieta, me giraba, os miraba, y seguía andando...
Y entonces, sin saber por qué, he sonreído
He pensado en los paseos que habíamos dado por ese mismo camino en una etapa anterior, y a lo tonto, he empezado a fantasear...
He imaginado que el mundo era un pañuelo...
He imaginado que te encontraba de frente... haciéndote el interesante con otra.
He imaginado tu cara de sorpresa al verme delante... y cómo sonreirías, de esa manera que es solo tuya.
He imaginado la sonrisa falsa que yo sacaría de la manga, la sonrisa de amiga a la que no le importa.
He imaginado cómo tú te acercabas al oído de ella, y le asegurabas que estabas loco, que eras capaz de cualquier cosa.
He imaginado cómo ella, entrando al trapo, te respondía con una sonrisa... "¿cualquier cosa?"
He imaginado cómo tú asentías con la cabeza, y le decías "Te lo voy a demostrar"
He imaginado cómo os acercabais, y tú, sin mediar palabra, me agarrabas de la cintura, y ante la mirada incrédula de ella, más alta, más guapa y más que yo, me dabas un beso de esos que sólo nos hemos dado detrás de una puerta cerrada...
He imaginado cómo me soltabas, y sin mediar palabra seguías andando, cogiéndola, un brazo por encima de sus hombros, sabiéndote ganador de esa batalla, y posiblemente de una noche pasional con ella.
He imaginado que yo me quedaba quieta, me giraba, os miraba, y seguía andando...
Y entonces, sin saber por qué, he sonreído
1.25.2009
Noches de vino y rosas
Las botellas de vino no duran indefinidamente, y cada vez que tú y yo abrimos una, parece incluso que duran menos de lo normal. Me río al vaciar las últimas gotas, y pienso, como siempre, que tenía que haber comprado dos…
Me gusta que vengas a cenar, son momentos absurdamente nuestros los que pasamos sentados uno frente al otro, hablando de trivialidades, o de cosas serias, dependiendo de cómo se dé la noche. Ni tú ni yo, por mucho que los dos disfrutemos de una buena cena, necesitamos la parafernalia de plato grande y comida pequeña para sentirnos completamente llenos, y estos momentos de escapar del resto del mundo, de olvidarnos de todo lo que hay más allá de la puerta, nos resultan tan placenteros como un restaurante de cuatro tenedores.
Levanto la vista, y me encuentro con tus ojos, que me devuelven la sonrisa que no sabía que estaba dibujando en mi cara. Es una sensación extraña, ésta de una tranquilidad absoluta, de una confianza propia de dos amigos que se conocen muy bien… los dos sabemos que demasiado bien. Y seguramente, un espectador ajeno, no sería capaz de captar las sutiles frases con doble sentido que se intercalan durante toda la noche entre la ensalada y el humeante plato de pasta. Una sonrisa aquí, un comentario allá, y los dos obviándolos como si fueran lo más natural del mundo... ¿y es que acaso no lo son?
Sé que la cena es sólo la excusa, sólo el comienzo de una noche muy larga, pero no por eso la disfruto menos; cuando estás a gusto, hasta la comida parece que sabe mejor… pero también el tiempo es el enemigo en esta ocasión, como siempre que nos vemos, y cuando queremos darnos cuenta, delante de nosotros sólo quedan dos vasos a medio vaciar de Rioja (tengo que comprar un par de copas ya) y un intento de postre que pretende endulzar un poco el momento…
Valiente estupidez, no es al postre al que le toca ese papel, y este encuentro, como cualquiera de los que se han venido sucediendo en los últimos meses, no busca ser dulce… ¿o… quizás es lo único que busca?
Hay un momento en la noche, en que me embarga la duda… y no es porque no quiera estar aquí, no es porque no quiera hacer exactamente lo que estoy haciendo, aunque tú no lo creas, sino que es algo mucho más absurdo, mucho más humano, mucho más simple: me cuesta aceptarlo, siempre me es complicado empezar; sigo sin entender qué haces aquí, qué te impulsa a venir a verme, y qué ves que te hace quedarte toda la noche. No puedo entenderte, pero tampoco quiero hacerlo.
Nos movemos al sofá, ya sin vasos… ¿para qué? La primera noche, aún podíamos echarle la culpa al vino y a la cerveza… ahora sólo nos podemos echar la culpa a nosotros mismos…
Me encanta cuando te ríes de esa manera… me resulta… ¿lo diré? Extremadamente excitante la media sonrisa que me confirma cuál va a ser tu siguiente paso. Y te acercas, no me fallas, como llevas sin fallarme todo este tiempo; y es que ya te sabes la lección, ya sabes que me cuesta empezar, que no soy capaz de lanzarme al vacío, por mucho que sepa que tengo unos brazos esperándome abajo. Y me besas.
Por muchos que nos hayamos dado, el primer beso de la noche siempre es el mejor, el que se espera con más impaciencia, en el que saborear ese fruto que no se puede conseguir así como así en el supermercado. La delicatesen a la que me estás haciendo adicta.
Y lo mejor, es que después del primero, la inocencia sale por la ventana, y me da exactamente igual lo que vayas a pensar de mí, ja, como que no me has visto ya en situaciones mucho más embarazosas… Hoy, no sé por qué, me apetece, y sin pensar si lo he visto en alguna película, o es simplemente el instinto el que me guía, me siento a horcajadas mirándote a la cara, y empiezo a contar desabrochando los botones de tu camisa: uno, dos, tres, cuatro… mientras de vez en cuando, una de tus manos intenta desabrochar el primero de la mía, llevándose un manotazo y una mirada de reprobación.
Te miro, se acabó la inocencia de hace un rato, ya no somos los que éramos, ya nos hemos convertido en esas otras dos personas, las que sólo aparecen a veces, las que nos obligan a hacer cosas que no creeríamos capaces, las personas que tienen al ángel y al diablo diciéndoles exactamente lo mismo.
Me encanta que lleves el pelo un poco largo, me recorre una corriente eléctrica difícil de explicar cada vez que mis manos agarran cada mechón, mientras busco desesperada cada uno de los mil sabores que me regala tu boca. En estos momentos me gustaría no tener que respirar, poder estar besándote durante horas, sin separarnos lo más mínimo.
Y me muevo, y sonrío cuando oigo entre besos uno de tus suspiros…los vaqueros pueden ser un fastidio, pero en ocasiones resultan de lo más intensos, porque así, según estamos, y por mucho que nos separen dos telas de grosor considerable, puedo sentir perfectamente lo loco que te estoy volviendo, y estoy segura de que tú notas la diferencia de temperatura que me baja por el torso y me sube por las piernas.
Y esa es la señal que mi mente ¿o es mi cuerpo? Está esperando, la que me hace quitarte la camisa, y la camiseta, la que hace que recorra tu torso con mis manos, y que me porte un poco mal cuando te quito el cinturón… vamos, es el único momento en el que puedo ser tan mala como quiera… ¿me vas a quitar esa satisfacción?
Pero te gusta, me lo dices sin hablar, y yo sonrío, sin saber cómo exactamente, pero de una manera especial, y tus brazos que de repente me rodean y me atraen aún más hacia ti, y en ese momento me siento poderosa, te tengo a mi merced… debería practicar más esa sonrisa…
Y yo sigo vestida, con todos los botones cerrados, y con prohibición expresa de que tus manos recorran más allá de lo bíblicamente permitido… y me encanta… es una sensación de poder que nunca antes había experimentado, y que llega a su más alta cumbre cuando tú, muy bajito, como si hubiese alguien que pudiese escucharnos, me dices al oído “Vámonos a la habitación”
Menos mal que el piso no es muy grande, porque ahora mismo, la verdad, me importa poco dónde estemos, si en el sofá, en la cama, o en un rincón en el suelo, sólo sé que yo estoy vestida, y a ti apenas te quedan los vaqueros puestos… Y no sé por qué o por qué no, pero eso me pone a mil.
Entre besos llegamos a la habitación, yo aún con la sensación de poder que tenía en el sofá, pero… ¿cómo puedo seguir cayendo? ¿cómo es posible que no haya adivinado tus intenciones? Me he dejado arrastrar, y ahora eres tú el que tienes la ventaja. No te gusta estar mucho tiempo por debajo, como nos pasa a todos, nuestra última intención es siempre tener el poder, y hay una realidad que es indiscutible: soy demasiado frágil para luchar contra ti.
De repente me encuentro tirada en la cama, boca arriba, con tu maldita sonrisa hipnotizándome, mis piernas apresadas entre las tuyas, y la resignación de quien sabe que ha perdido esta batalla, intento por un segundo, zafarme, luchar porque tus manos no lleguen a mi pecho, pero es inútil, después de un segundo, ni siquiera tienes que sujetarme las manos mientras me desabrochas uno a uno los botones de la camisa. Creo que está siendo el mejor momento de lo que llevamos de noche.
Y en un segundo, como por arte de magia, la camisa vuela, y recorres, como haces siempre, en un gesto que secretamente yo espero en cada encuentro, el contorno del sujetador mientras me miras desde lo alto.
Te gusta, y yo te dejo, observarme así, sin hacer nada, y siempre terminas diciéndome lo guapa que soy, lo preciosa que me ves, y yo sigo sin creerlo, porque en realidad… ¿cómo sé si estás diciendo la verdad? Pero me basta, me es suficiente para que me recorra un escalofrío por el cuerpo y que necesite urgentemente terminar lo empezado, y luchamos, y nos peleamos a lo tonto, y los pantalones vuelan, y después de ellos, el resto de prendas que nos haya dado por llevar, sabiendo de antemano que iban a ser vistas, y en ese momento, nos da igual el frío que haga fuera, que tengamos más o menos sitio en la cama, o que mañana vaya a ser muy complicado encontrar el calcetín que no se sabe por dónde se ha colado, porque el mundo desaparece, y sólo quedamos los dos, la racionalidad sale por la ventana, y le da paso a los sentidos, a los besos, a las caricias, a las risas y a los suspiros, que no son más por no despertar a los vecinos…
Me gusta que vengas a cenar, son momentos absurdamente nuestros los que pasamos sentados uno frente al otro, hablando de trivialidades, o de cosas serias, dependiendo de cómo se dé la noche. Ni tú ni yo, por mucho que los dos disfrutemos de una buena cena, necesitamos la parafernalia de plato grande y comida pequeña para sentirnos completamente llenos, y estos momentos de escapar del resto del mundo, de olvidarnos de todo lo que hay más allá de la puerta, nos resultan tan placenteros como un restaurante de cuatro tenedores.
Levanto la vista, y me encuentro con tus ojos, que me devuelven la sonrisa que no sabía que estaba dibujando en mi cara. Es una sensación extraña, ésta de una tranquilidad absoluta, de una confianza propia de dos amigos que se conocen muy bien… los dos sabemos que demasiado bien. Y seguramente, un espectador ajeno, no sería capaz de captar las sutiles frases con doble sentido que se intercalan durante toda la noche entre la ensalada y el humeante plato de pasta. Una sonrisa aquí, un comentario allá, y los dos obviándolos como si fueran lo más natural del mundo... ¿y es que acaso no lo son?
Sé que la cena es sólo la excusa, sólo el comienzo de una noche muy larga, pero no por eso la disfruto menos; cuando estás a gusto, hasta la comida parece que sabe mejor… pero también el tiempo es el enemigo en esta ocasión, como siempre que nos vemos, y cuando queremos darnos cuenta, delante de nosotros sólo quedan dos vasos a medio vaciar de Rioja (tengo que comprar un par de copas ya) y un intento de postre que pretende endulzar un poco el momento…
Valiente estupidez, no es al postre al que le toca ese papel, y este encuentro, como cualquiera de los que se han venido sucediendo en los últimos meses, no busca ser dulce… ¿o… quizás es lo único que busca?
Hay un momento en la noche, en que me embarga la duda… y no es porque no quiera estar aquí, no es porque no quiera hacer exactamente lo que estoy haciendo, aunque tú no lo creas, sino que es algo mucho más absurdo, mucho más humano, mucho más simple: me cuesta aceptarlo, siempre me es complicado empezar; sigo sin entender qué haces aquí, qué te impulsa a venir a verme, y qué ves que te hace quedarte toda la noche. No puedo entenderte, pero tampoco quiero hacerlo.
Nos movemos al sofá, ya sin vasos… ¿para qué? La primera noche, aún podíamos echarle la culpa al vino y a la cerveza… ahora sólo nos podemos echar la culpa a nosotros mismos…
Me encanta cuando te ríes de esa manera… me resulta… ¿lo diré? Extremadamente excitante la media sonrisa que me confirma cuál va a ser tu siguiente paso. Y te acercas, no me fallas, como llevas sin fallarme todo este tiempo; y es que ya te sabes la lección, ya sabes que me cuesta empezar, que no soy capaz de lanzarme al vacío, por mucho que sepa que tengo unos brazos esperándome abajo. Y me besas.
Por muchos que nos hayamos dado, el primer beso de la noche siempre es el mejor, el que se espera con más impaciencia, en el que saborear ese fruto que no se puede conseguir así como así en el supermercado. La delicatesen a la que me estás haciendo adicta.
Y lo mejor, es que después del primero, la inocencia sale por la ventana, y me da exactamente igual lo que vayas a pensar de mí, ja, como que no me has visto ya en situaciones mucho más embarazosas… Hoy, no sé por qué, me apetece, y sin pensar si lo he visto en alguna película, o es simplemente el instinto el que me guía, me siento a horcajadas mirándote a la cara, y empiezo a contar desabrochando los botones de tu camisa: uno, dos, tres, cuatro… mientras de vez en cuando, una de tus manos intenta desabrochar el primero de la mía, llevándose un manotazo y una mirada de reprobación.
Te miro, se acabó la inocencia de hace un rato, ya no somos los que éramos, ya nos hemos convertido en esas otras dos personas, las que sólo aparecen a veces, las que nos obligan a hacer cosas que no creeríamos capaces, las personas que tienen al ángel y al diablo diciéndoles exactamente lo mismo.
Me encanta que lleves el pelo un poco largo, me recorre una corriente eléctrica difícil de explicar cada vez que mis manos agarran cada mechón, mientras busco desesperada cada uno de los mil sabores que me regala tu boca. En estos momentos me gustaría no tener que respirar, poder estar besándote durante horas, sin separarnos lo más mínimo.
Y me muevo, y sonrío cuando oigo entre besos uno de tus suspiros…los vaqueros pueden ser un fastidio, pero en ocasiones resultan de lo más intensos, porque así, según estamos, y por mucho que nos separen dos telas de grosor considerable, puedo sentir perfectamente lo loco que te estoy volviendo, y estoy segura de que tú notas la diferencia de temperatura que me baja por el torso y me sube por las piernas.
Y esa es la señal que mi mente ¿o es mi cuerpo? Está esperando, la que me hace quitarte la camisa, y la camiseta, la que hace que recorra tu torso con mis manos, y que me porte un poco mal cuando te quito el cinturón… vamos, es el único momento en el que puedo ser tan mala como quiera… ¿me vas a quitar esa satisfacción?
Pero te gusta, me lo dices sin hablar, y yo sonrío, sin saber cómo exactamente, pero de una manera especial, y tus brazos que de repente me rodean y me atraen aún más hacia ti, y en ese momento me siento poderosa, te tengo a mi merced… debería practicar más esa sonrisa…
Y yo sigo vestida, con todos los botones cerrados, y con prohibición expresa de que tus manos recorran más allá de lo bíblicamente permitido… y me encanta… es una sensación de poder que nunca antes había experimentado, y que llega a su más alta cumbre cuando tú, muy bajito, como si hubiese alguien que pudiese escucharnos, me dices al oído “Vámonos a la habitación”
Menos mal que el piso no es muy grande, porque ahora mismo, la verdad, me importa poco dónde estemos, si en el sofá, en la cama, o en un rincón en el suelo, sólo sé que yo estoy vestida, y a ti apenas te quedan los vaqueros puestos… Y no sé por qué o por qué no, pero eso me pone a mil.
Entre besos llegamos a la habitación, yo aún con la sensación de poder que tenía en el sofá, pero… ¿cómo puedo seguir cayendo? ¿cómo es posible que no haya adivinado tus intenciones? Me he dejado arrastrar, y ahora eres tú el que tienes la ventaja. No te gusta estar mucho tiempo por debajo, como nos pasa a todos, nuestra última intención es siempre tener el poder, y hay una realidad que es indiscutible: soy demasiado frágil para luchar contra ti.
De repente me encuentro tirada en la cama, boca arriba, con tu maldita sonrisa hipnotizándome, mis piernas apresadas entre las tuyas, y la resignación de quien sabe que ha perdido esta batalla, intento por un segundo, zafarme, luchar porque tus manos no lleguen a mi pecho, pero es inútil, después de un segundo, ni siquiera tienes que sujetarme las manos mientras me desabrochas uno a uno los botones de la camisa. Creo que está siendo el mejor momento de lo que llevamos de noche.
Y en un segundo, como por arte de magia, la camisa vuela, y recorres, como haces siempre, en un gesto que secretamente yo espero en cada encuentro, el contorno del sujetador mientras me miras desde lo alto.
Te gusta, y yo te dejo, observarme así, sin hacer nada, y siempre terminas diciéndome lo guapa que soy, lo preciosa que me ves, y yo sigo sin creerlo, porque en realidad… ¿cómo sé si estás diciendo la verdad? Pero me basta, me es suficiente para que me recorra un escalofrío por el cuerpo y que necesite urgentemente terminar lo empezado, y luchamos, y nos peleamos a lo tonto, y los pantalones vuelan, y después de ellos, el resto de prendas que nos haya dado por llevar, sabiendo de antemano que iban a ser vistas, y en ese momento, nos da igual el frío que haga fuera, que tengamos más o menos sitio en la cama, o que mañana vaya a ser muy complicado encontrar el calcetín que no se sabe por dónde se ha colado, porque el mundo desaparece, y sólo quedamos los dos, la racionalidad sale por la ventana, y le da paso a los sentidos, a los besos, a las caricias, a las risas y a los suspiros, que no son más por no despertar a los vecinos…
1.19.2009
Del baúl de los recuerdos....
La miré, y no fui capaz de desviar mis ojos de los suyos. Como si de golpe todo el daño que nos habíamos hecho, hubiese desaparecido, volví a verla como antes, como hacía mucho tiempo que no la miraba... quizás demasiado.
Su pelo negro le caía revoltoso por delante de la frente. Nunca había sido capaz de recogérselo como es debido, y, no sé por qué, pero incluso me gustaba; formaba parte de su realidad.
Se colocó un mechón detrás de la oreja; qué gesto tan femenino... para ella; pero no levantó la mirada. Sus ojos, aquellos que me habían cautivado desde el primer día, escrutaban el suelo como para encontrar las palabras tiempo atrás perdidas. Pero ya era tarde.
Quería mirarla una vez más, recordar el rostro que había sido protagonista de mis sueños y pesadillas tantos y tantos meses; volver a recorrer con la vista sus sencillos rasgos, sus deliciosos labios; sus deliciosos labios... aquel dulce que se me había dejado probar, y que luego se me había arrancado sin pedir permiso, ni siquiera una segunda oportunidad. Los mismos labios que aparecían encendidos en mis noches de recuerdos, a pesar de que nunca los había llegado a ver en realidad.
Anunciaron el vuelo, y por fin se atrevió a levantar la mirada. Estaba llorando, no podía ser cierto, no era justo que se pusiera a llorar, ahora no.
Pero allí estaban esos ojos, simples, profundos, tan llenos de matices, pensamientos, palabras..., y ahora un tímido velo los cubría.
¿Por qué lloraba? ¿Acaso le importaba tanto? No creía en esas lágrimas, no me parecían sinceras. Y si lo eran, ¿por qué había esperado tanto? ¿Por qué era ahora, cuando estábamos a punto de despedirnos para siempre, cuando era capaz de llorar por mí? ¿No era yo quien no lloraba, quien guardaba las lágrimas para una ocasión especial?
Maldita. De ella era la culpa de mis últimas y únicas lágrimas. Era la única que verdaderamente me había herido.
Sí, mi corazón había muerto, ella lo había apuñalado hasta el final y ya nadie podría hacerlo latir de nuevo; pero aún así no era justo que llorara ahora.
No sabía si lloraba de rabia, de tristeza, de arrepentimiento... y nunca lo sabría. Éste era el día, el momento y el lugar; pero como siempre, lo dejaríamos pasar, y, por lo menos yo, me arrepentiría de ello, como siempre, como cada vez que pude decirle algo y no se lo dije, como cada vez que el silencio nos separaba más y más, como cada día a lo largo de este, apenas año y medio.
Me tenía que marchar, mi vida me esperaba, pero ella se quedaba atrás, y ella también era mi vida.
Nos abrazamos, un gesto tan nuestro, que ya no se volvería a repetir, y me estrechó entre sus brazos como no queriendo dejarme marchar. Hipócrita, me abría los brazos que me habían estado prohibidos tanto tiempo... pero no importaba, ya no.
La solté sin compasión, ella seguía llorando, pero no le hice caso; la coraza que me había enseñado a forjar alrededor del corazón estaba cumpliendo su función.
Me di la vuelta y me alejé; me alejé de mi vida, de mi mundo; me alejé de mis padres, del instituto, de todos mis amigos, pero sobre todo, me alejé de ella. Escapé de su rostro, de sus manos y sus ojos; escapé de la persona que más daño me había hecho, pero también de la que me había hecho más feliz.
Su pelo negro le caía revoltoso por delante de la frente. Nunca había sido capaz de recogérselo como es debido, y, no sé por qué, pero incluso me gustaba; formaba parte de su realidad.
Se colocó un mechón detrás de la oreja; qué gesto tan femenino... para ella; pero no levantó la mirada. Sus ojos, aquellos que me habían cautivado desde el primer día, escrutaban el suelo como para encontrar las palabras tiempo atrás perdidas. Pero ya era tarde.
Quería mirarla una vez más, recordar el rostro que había sido protagonista de mis sueños y pesadillas tantos y tantos meses; volver a recorrer con la vista sus sencillos rasgos, sus deliciosos labios; sus deliciosos labios... aquel dulce que se me había dejado probar, y que luego se me había arrancado sin pedir permiso, ni siquiera una segunda oportunidad. Los mismos labios que aparecían encendidos en mis noches de recuerdos, a pesar de que nunca los había llegado a ver en realidad.
Anunciaron el vuelo, y por fin se atrevió a levantar la mirada. Estaba llorando, no podía ser cierto, no era justo que se pusiera a llorar, ahora no.
Pero allí estaban esos ojos, simples, profundos, tan llenos de matices, pensamientos, palabras..., y ahora un tímido velo los cubría.
¿Por qué lloraba? ¿Acaso le importaba tanto? No creía en esas lágrimas, no me parecían sinceras. Y si lo eran, ¿por qué había esperado tanto? ¿Por qué era ahora, cuando estábamos a punto de despedirnos para siempre, cuando era capaz de llorar por mí? ¿No era yo quien no lloraba, quien guardaba las lágrimas para una ocasión especial?
Maldita. De ella era la culpa de mis últimas y únicas lágrimas. Era la única que verdaderamente me había herido.
Sí, mi corazón había muerto, ella lo había apuñalado hasta el final y ya nadie podría hacerlo latir de nuevo; pero aún así no era justo que llorara ahora.
No sabía si lloraba de rabia, de tristeza, de arrepentimiento... y nunca lo sabría. Éste era el día, el momento y el lugar; pero como siempre, lo dejaríamos pasar, y, por lo menos yo, me arrepentiría de ello, como siempre, como cada vez que pude decirle algo y no se lo dije, como cada vez que el silencio nos separaba más y más, como cada día a lo largo de este, apenas año y medio.
Me tenía que marchar, mi vida me esperaba, pero ella se quedaba atrás, y ella también era mi vida.
Nos abrazamos, un gesto tan nuestro, que ya no se volvería a repetir, y me estrechó entre sus brazos como no queriendo dejarme marchar. Hipócrita, me abría los brazos que me habían estado prohibidos tanto tiempo... pero no importaba, ya no.
La solté sin compasión, ella seguía llorando, pero no le hice caso; la coraza que me había enseñado a forjar alrededor del corazón estaba cumpliendo su función.
Me di la vuelta y me alejé; me alejé de mi vida, de mi mundo; me alejé de mis padres, del instituto, de todos mis amigos, pero sobre todo, me alejé de ella. Escapé de su rostro, de sus manos y sus ojos; escapé de la persona que más daño me había hecho, pero también de la que me había hecho más feliz.
12.07.2008
Felices 21
Era una sensación extraña, tan extraña que no podía explicarse con palabras. No, espera, no era una sensación, en realidad iba descubriendo sensaciones a cada segundo. ¿Se había sentido así antes? No lo recordaba, podía ser… o no… espera… buff, era complicado pensar en un momento así. Hacía un segundo él estaba sentado, sonriendo por alguna tontería, y sólo había necesitado una excusa barata, una frase sin doble sentido aparente, para lanzarse y empezar lo que los dos sabían que llevaban toda la noche esperando. ¿Por qué seguirían negando de aquella manera que había una razón de peso para verse en ese tipo de situaciones, solos, y a horas sospechosamente oscuras?
Qué raro resultaba lo familiar que le era ya la situación. Pero no era del todo malo. Recordaba que la primera vez las sensaciones la habían desbordado, las físicas, y las emocionales. No podía ser y además era imposible… pero sí podía ser, era, de hecho, y estaba siendo.
Ahora ya no se desbordaban, sino que se sucedían de manera escalonada, haciendo subir la temperatura de aquel frío Noviembre.
Ese día él no se había afeitado, y entre la lucha de labios podía notar la aspereza de su cara, acariciando la propia. Las manos, que en anteriores encuentros habían tanteado con miedo de principiante, eran ahora expertos técnicos en el arte de tocar, y por primera vez, no cerró los ojos, se dejó llevar, y dejó que las imágenes formasen también parte de aquel encuentro, atropellado, como los otros.
Mala decisión. Lo miró, y él le devolvió la mirada, acentuada por una sonrisa que no podía describirse con otra palabra que no fuera… ¿qué palabra? Era imposible. Esa mirada que hacía que le recorriera un escalofrío, y que toda su sangre se concentrara en cierta parte de su anatomía. El corazón le latía a mil por hora, pero no podía dejar de mirarle. Resultaba embriagador, excitante como nada antes lo había sido; quería besarle, pero a la vez quería tenerle ahí, donde estaba, a menos de un metro, para poder mirarle de aquella manera toda la noche.
El sofá se les quedaba pequeño, se abrazaron, dieron vueltas en un frenesí ascendente, que por primera vez ella notaba diferente. Aquella noche era distinta… quizás la teoría del segundo beso… bueno, del beso número… no, pero no contaba más que como uno… bueno, dos… bueno…
Quería hablar, no sabía qué decir, ni por qué, no había necesidad, pero quería decirle algo. Y de su boca no salían palabras, no podía articular ningún sonido. Entendió sin que nadie se lo explicara que ese era un paso que aún no había dado. Hoy tocaba abrir los ojos, el habla vendría en un futuro no muy lejano. Así que los abrió, lo vio, y por primera vez se atrevió también a mirarle. A mirarle las manos, huesudas, a mirarle aquel pecho desnudo que parecía sacado de contexto, y es que los torsos sólo eran un concepto abstracto de los libros de anatomía…, a subir por el cuello, y llegar a aquella cara, a aquella mirada que aún no podía sostener… esos ojos que, en cuanto la miraban, la obligaban a esconderse en un beso.
Y lo besó, con todo el cuidado y el cariño que era capaz de expresar, sin palabras mucho más que con ellas. Estaban en terreno pantanoso, en esa situación de amigos que de vez en cuando tenían encuentros de lo más inconfesables, y lo más inconfesable era la sensación de vacío que ella sentía cada vez que no estaba junto a él.
Así que ella lo acarició, lo miró, nunca a los ojos, para no descubrirse, para que él no leyera en ellos que para ella aquello significaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
Pero los dos querían más. Había pasado demasiado tiempo relativo, aunque solo llevasen un puñado de encuentros, todo se sucedía a una velocidad de vértigo, la única que no les resultaba demasiado lenta.
Aún había risas de principiante, la pinza se enganchaba en el pelo, y la camisa no se desabrochaba por delante. Las manos aún jugaban, aún se equivocaban, aún eran torpes, pero ya no temblaban lo más mínimo. Y es que ya estaban cómodos, no había hecho falta más, en ese momento confiaban plenamente el uno en el otro.
Las prendas volaban, y la desnudez de los cuerpos llegó atropellada, mucho más rápido que otras veces, sin escondites, sin vergüenzas. No sabían cómo habían llegado hasta el dormitorio, y ahora eran las sábanas las que envolvían las respiraciones erráticas, los sonidos que en cualquier otra situación habrían resultado incluso desagradables, y que ahora no hacían más que acentuar la necesidad de que centímetro a centímetro, sus dos cuerpos se tocasen.
Qué raro resultaba lo familiar que le era ya la situación. Pero no era del todo malo. Recordaba que la primera vez las sensaciones la habían desbordado, las físicas, y las emocionales. No podía ser y además era imposible… pero sí podía ser, era, de hecho, y estaba siendo.
Ahora ya no se desbordaban, sino que se sucedían de manera escalonada, haciendo subir la temperatura de aquel frío Noviembre.
Ese día él no se había afeitado, y entre la lucha de labios podía notar la aspereza de su cara, acariciando la propia. Las manos, que en anteriores encuentros habían tanteado con miedo de principiante, eran ahora expertos técnicos en el arte de tocar, y por primera vez, no cerró los ojos, se dejó llevar, y dejó que las imágenes formasen también parte de aquel encuentro, atropellado, como los otros.
Mala decisión. Lo miró, y él le devolvió la mirada, acentuada por una sonrisa que no podía describirse con otra palabra que no fuera… ¿qué palabra? Era imposible. Esa mirada que hacía que le recorriera un escalofrío, y que toda su sangre se concentrara en cierta parte de su anatomía. El corazón le latía a mil por hora, pero no podía dejar de mirarle. Resultaba embriagador, excitante como nada antes lo había sido; quería besarle, pero a la vez quería tenerle ahí, donde estaba, a menos de un metro, para poder mirarle de aquella manera toda la noche.
El sofá se les quedaba pequeño, se abrazaron, dieron vueltas en un frenesí ascendente, que por primera vez ella notaba diferente. Aquella noche era distinta… quizás la teoría del segundo beso… bueno, del beso número… no, pero no contaba más que como uno… bueno, dos… bueno…
Quería hablar, no sabía qué decir, ni por qué, no había necesidad, pero quería decirle algo. Y de su boca no salían palabras, no podía articular ningún sonido. Entendió sin que nadie se lo explicara que ese era un paso que aún no había dado. Hoy tocaba abrir los ojos, el habla vendría en un futuro no muy lejano. Así que los abrió, lo vio, y por primera vez se atrevió también a mirarle. A mirarle las manos, huesudas, a mirarle aquel pecho desnudo que parecía sacado de contexto, y es que los torsos sólo eran un concepto abstracto de los libros de anatomía…, a subir por el cuello, y llegar a aquella cara, a aquella mirada que aún no podía sostener… esos ojos que, en cuanto la miraban, la obligaban a esconderse en un beso.
Y lo besó, con todo el cuidado y el cariño que era capaz de expresar, sin palabras mucho más que con ellas. Estaban en terreno pantanoso, en esa situación de amigos que de vez en cuando tenían encuentros de lo más inconfesables, y lo más inconfesable era la sensación de vacío que ella sentía cada vez que no estaba junto a él.
Así que ella lo acarició, lo miró, nunca a los ojos, para no descubrirse, para que él no leyera en ellos que para ella aquello significaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
Pero los dos querían más. Había pasado demasiado tiempo relativo, aunque solo llevasen un puñado de encuentros, todo se sucedía a una velocidad de vértigo, la única que no les resultaba demasiado lenta.
Aún había risas de principiante, la pinza se enganchaba en el pelo, y la camisa no se desabrochaba por delante. Las manos aún jugaban, aún se equivocaban, aún eran torpes, pero ya no temblaban lo más mínimo. Y es que ya estaban cómodos, no había hecho falta más, en ese momento confiaban plenamente el uno en el otro.
Las prendas volaban, y la desnudez de los cuerpos llegó atropellada, mucho más rápido que otras veces, sin escondites, sin vergüenzas. No sabían cómo habían llegado hasta el dormitorio, y ahora eran las sábanas las que envolvían las respiraciones erráticas, los sonidos que en cualquier otra situación habrían resultado incluso desagradables, y que ahora no hacían más que acentuar la necesidad de que centímetro a centímetro, sus dos cuerpos se tocasen.
11.14.2008
Noche
El humo del tabaco siempre le había resultado increíblemente molesto; no solo le irritaba los ojos y la garganta, sino que imponía en el ambiente de cualquier reunión una película borrosa que parecía pegarse a la piel, que indudablemente mañana estaría impregnando los vaqueros y la camiseta, y que incluso parecía nublar la mente de todos los allí reunidos.
Estaba siendo una buena noche, era agradable salir con tu grupo de gente, sin preocupaciones, sin ganas de pensar más allá de lo estrictamente necesario, y al mismo tiempo, enfrascándose en conversaciones trascendentales que en circunstancias normales habrían resultado ininteligibles para gran parte de la mesa. Tras la cena, se habían trasladado a aquel bar nuevo, al menos para ella, en el que reinaba un ambiente cuando menos curioso; la decoración recordaba a un moderno baudelaire, con arañas de plástico transparente que colgaban en un espacio completamente negro, paredes y suelo, con solo cierta filigrana blanca en las paredes, y aquellas mesas contorneadas en torno a las cuales se organizaban sofás, sillones, sillas con respaldo, en incluso algún que otro taburete. La música acompañaba, y una pieza tras otra, la improvisación de un cuarteto de jazz se dejaba colar a través del hilo musical.
Mientras reía alguna de las muchas tonterías que se estaban diciendo, se llevó a los labios su Martini, solo, con el hielo en el punto justo para no resultar aguado, la primera vez que se lo habían puesto en un vaso largo. Adoraba aquel sabor dulce, embriagador, que le traía tantos recuerdos que aparecían cuando tomaba el primer trago, y olvidaba en el momento en que se bebía el último sorbo.
Se giró y observó el ambiente del bar: aquí un grupo de jóvenes que parecía que acababan de salir de trabajar (¿a las dos de la mañana?) todos con su traje, su camisa abierta, y la corbata desaparecida. Reían, se gritaban los unos a los otros, y de vez en cuando miraban a alguna de las chicas que, en grupos más pequeños, o en parejas, pasaban bastante de aquellos pobres… en aquella otra esquina, una pareja con claras intenciones de acercamiento, ella tocándose el pelo, acercándose lo más posible a él, sonriendo, de manera incluso absurda, y con una absoluta desesperación ante lo que parecía total ceguera por parte de su acompañante, allí, un hombre de mediana edad…
No pegó un chillido, como hubiera sido natural en ella, porque algo en su interior se lo impidió, pero no pudo reprimir un respingo de sorpresa, y un rápido giro de cabeza hacia la izquierda. Cuando se habían sentado juntos en el sofá, quieras que no, no lo habían hecho casualmente, estaba claro que a la suerte había que echarle una mano. Pero al mismo tiempo, si tratabas de esconder una relación al resto del grupo, no era de mucha ayuda el aprovechar la coyuntura para meter mano por debajo de una mesa, donde había cuatro pares de piernas más.
Habían empezado, dios sabe por qué, de una manera completamente casual, inocente, y continuado de la misma forma, por lo menos en lo que a casual se refería. Había sido una tarde, después de una larga juerga de todo el grupo, cuando él la había acompañado, como buen amigo, hasta casa, y un malentendido a la hora de despedirse había dado paso al primer beso, y luego a la primera caricia, y después a las primeras prisas, al ansia, y a partir de ahí, a todo lo demás.
Pero nadie lo sabía, era mejor así. Si apenas ellos empezaban a explorar los extraños caminos de aquella no-relación, poner al corriente al público general ni se pasaba por la cabeza.
Y allí estaba él, con toda su cara, esa que en el fondo lo hacía tan extremadamente apetecible, por debajo de la mesa, haciendo que los dedos de los pies de ella se contorsionaran, y que la mano que agarraba la copa temblara hasta el límite de hacer peligrar la integridad de sus vaqueros. Y hablando, sin siquiera mirarla, charlando relajadamente con el resto, y solo delatado por aquel brillo en los ojos que aparecía cuando estaba disfrutando con algo. Ese brillo que ella ya guardaba como propio, aunque no lo fuera.
Alguien suspicaz le preguntó si le pasaba algo, estaba un poco roja. Él también se interesó por su estado, y cuando se cruzaron las miradas, no hizo falta más, porque aquellos ojos color caramelo se oscurecían a pasos agigantados, más aún al encontrarse con las pupilas completamente dilatadas que el Martini y él habían conseguido en tiempo record.
Se levantó, y con la excusa de escapar del aire cargado del local, anunció su intención de salir a la calle unos minutos, ante lo cual él, galante y generoso cual caballero andante, se prestó a acompañarla. No fue necesario ni el cortés “no hace falta”, sí, hacía falta.
Cuando abrieron la primera de las dos puertas que separaban el local del exterior, ella ya tiraba de su mano con impaciencia, y ni siquiera el choque con la gélida realidad de una noche cerrada les hizo apagar lo más mínimo aquella extraña sed que se había apoderado de ellos.
No era fácil verse, entre las clases, las escapadas obligadas de algún fin de semana en casa de sus padres, la incompatibilidad absurda de horarios, y aquel acuerdo que les obligaba a frenarse cada vez que estaban acompañados, hacía casi dos semanas que no tenían un minuto para estar solos. Todo era demasiado complicado, demasiado secreto, y al mismo tiempo, era aquella peculiaridad, aquella caricia escondida al pasarse cualquier objeto insignificante, aquel roce inocente de sus cuerpos que se repetía hasta el infinito cada vez que salían, y sobre todo, ese segundo de más que duraba el abrazo de despedida, que nadie notaba, excepto ellos dos, lo que hacía de aquella situación algo tan extremadamente excitante.
Por si acaso a alguno de sus amigos se le ocurría la genial idea de ir tras ellos, y con el último atisbo de racionalidad que les quedaba en la mente, doblaron una esquina y se escondieron detrás de uno de esos recovecos que los arquitectos modernos hacen pensando, precisamente en las necesidades de jóvenes no-parejas. Ni siquiera tuvieron tiempo de confirmar que se encontraban a salvo de miradas indiscretas, pues en el momento en que la espalda de él chocó contra el frío hormigón, notó como ella le robaba el aliento, como suplía con destreza su diferencia de altura, y como sus manos buscaban cobijo bajo su cazadora, al amparo del frío, y buscando una piel que ardía.
La multitud de prendas que los dos llevaban resultaban una barrera frustrante, una muralla que los dos querían derrumbar a cualquier precio, pero no podía ser, ni allí, ni en ese momento, y aprovechándolas de alguna manera, su pasión se fue transformando en un roce de tejidos, en los que el algodón de su chaqueta se encontraba con el suave lino de la camisa de él, en el que el tacto del cuero de su cazadora parecía seda bajo las yemas de los dedos de ella, una situación en la que los vaqueros eran sus peores enemigos, luchando en una batalla perdida de antemano por acercarse más de lo que era posible.
El silencio de la noche se escuchó roto por sus fuertes respiraciones, que de vez en cuando, cuando la necesidad de aire se volvía vital, se acompasaban en un intento obligado de frenarse, de tranquilizarse, en el que sus frentes se tocaban y aquellos dos pares de ojos hablaban de todo lo que nunca se decía en voz alta.
Pero no duraba mucho tiempo, pues al momento, con suficiente oxígeno en el cuerpo, incluso parecía que demasiado en la cabeza, volvían a dejarse llevar, a juntar los labios, a explorar el interior, a besar cuellos, orejas, a cerrar los ojos, a ahogar los gemidos en suspiros.
No había sonrisas, no había tiempo para analizar, una necesidad mucho más primitiva los poseía en ese momento, ella notó la suave referencia a whisky escocés en sus labios, y por un segundo se preguntó si la dulzura del Martini habría llegado a los suyos, pero al momento aquella idea racional, aquella frase completa, se perdió en la inmensidad del universo, para volver a dar paso al torbellino de sensaciones que el momento regalaba. Una espiral ascendente en la que los dos veían peligrar su integridad física, y que se mostraba en su interior en picos de calor que llegaban y se iban sin que ella fuera capaz de agarrarlos para no dejarlos escapar.
En un momento de excitación incontrolada, en una bocanada de aire que se coló en el cuerpo de ella y la hizo estremecerse, él encontró el camino entre su ropa, y empezó a acariciar frenéticamente su espalda con las manos frías. Aquello fue demasiado para ella, que se alejó lo más que los brazos de él le dejaron, y mirándolo a los ojos, recogió toda la lógica, la racionalidad, que se había hecho pedazos alrededor de los dos.
Los dos lo notaron, se dieron cuenta al mismo tiempo de lo que pensaba el otro. Tenían que volver. Dios sabe cuánto tiempo había pasado… si se dejaban guiar por el incontable número de horas que podían pasar en la cama, a oscuras, besándose, había la posibilidad de que llevasen allí fuera toda la noche, porque el tiempo siempre desaparecía por arte de magia cuando se trataba del otro. Y tenían cuatro amigos esperando dentro, que podían ser inocentes, pero no eran idiotas.
Antes de que ella pudiera decir nada, él la apoyó sobre el pecho y verbalizó la idea que los dos tenían: “habría que ir entrando”. Ella no pudo resistir el robo de un último beso, que sólo por eso supo mucho más dulce que los demás, y con la resignación de quien se sabe obligada, volvió a aquel bar, que ahora parecía mucho más oscuro, y se sentó, asegurando que “se encontraba mucho mejor”; pero esta vez, y sin que sirviera de precedente, dejó fuera la cautela, y colocó su mano sobre la pierna que tenía al lado, mientras él, oculto por las sombras y sus cuerpos, la rodeó por la cintura, y empezó a acariciar, sin darse la menor importancia, esa línea de piel que se asomaba entre el vaquero y la camiseta.
Ninguno de los dos habló mucho más aquella noche, y si lo hacían, era más para encontrar una excusa medianamente decente para recolocarse, que por un genuino intento de aportar algo a la conversación. Por fortuna para algunos, al rato de su vuelta, alguien bostezó por primera vez, informando de que la barrera de lo nocturnamente aceptable para aquella velada estaba a punto de ser sobrepasada. No se tardó en tomar la decisión unánime de recogerse, y tras algunas complicaciones propias del final de una noche en cierto modo alcohólica, todos salieron a la calle.
Era normal que dos amigos se dieran calor mutuamente, teniendo en cuenta la temperatura, y mucho más que, los que vivían en la misma zona de la ciudad, aprovecharan cualquier oportunidad para luchar contra la crisis, así que a nadie le sorprendió, ni le dio la menor importancia, a aquella voz que dijo, en tono grave, en medio del silencio de los que se van a dormir, aquel “Nosotros nos vamos, que compartimos taxi. Buenas noches”
Estaba siendo una buena noche, era agradable salir con tu grupo de gente, sin preocupaciones, sin ganas de pensar más allá de lo estrictamente necesario, y al mismo tiempo, enfrascándose en conversaciones trascendentales que en circunstancias normales habrían resultado ininteligibles para gran parte de la mesa. Tras la cena, se habían trasladado a aquel bar nuevo, al menos para ella, en el que reinaba un ambiente cuando menos curioso; la decoración recordaba a un moderno baudelaire, con arañas de plástico transparente que colgaban en un espacio completamente negro, paredes y suelo, con solo cierta filigrana blanca en las paredes, y aquellas mesas contorneadas en torno a las cuales se organizaban sofás, sillones, sillas con respaldo, en incluso algún que otro taburete. La música acompañaba, y una pieza tras otra, la improvisación de un cuarteto de jazz se dejaba colar a través del hilo musical.
Mientras reía alguna de las muchas tonterías que se estaban diciendo, se llevó a los labios su Martini, solo, con el hielo en el punto justo para no resultar aguado, la primera vez que se lo habían puesto en un vaso largo. Adoraba aquel sabor dulce, embriagador, que le traía tantos recuerdos que aparecían cuando tomaba el primer trago, y olvidaba en el momento en que se bebía el último sorbo.
Se giró y observó el ambiente del bar: aquí un grupo de jóvenes que parecía que acababan de salir de trabajar (¿a las dos de la mañana?) todos con su traje, su camisa abierta, y la corbata desaparecida. Reían, se gritaban los unos a los otros, y de vez en cuando miraban a alguna de las chicas que, en grupos más pequeños, o en parejas, pasaban bastante de aquellos pobres… en aquella otra esquina, una pareja con claras intenciones de acercamiento, ella tocándose el pelo, acercándose lo más posible a él, sonriendo, de manera incluso absurda, y con una absoluta desesperación ante lo que parecía total ceguera por parte de su acompañante, allí, un hombre de mediana edad…
No pegó un chillido, como hubiera sido natural en ella, porque algo en su interior se lo impidió, pero no pudo reprimir un respingo de sorpresa, y un rápido giro de cabeza hacia la izquierda. Cuando se habían sentado juntos en el sofá, quieras que no, no lo habían hecho casualmente, estaba claro que a la suerte había que echarle una mano. Pero al mismo tiempo, si tratabas de esconder una relación al resto del grupo, no era de mucha ayuda el aprovechar la coyuntura para meter mano por debajo de una mesa, donde había cuatro pares de piernas más.
Habían empezado, dios sabe por qué, de una manera completamente casual, inocente, y continuado de la misma forma, por lo menos en lo que a casual se refería. Había sido una tarde, después de una larga juerga de todo el grupo, cuando él la había acompañado, como buen amigo, hasta casa, y un malentendido a la hora de despedirse había dado paso al primer beso, y luego a la primera caricia, y después a las primeras prisas, al ansia, y a partir de ahí, a todo lo demás.
Pero nadie lo sabía, era mejor así. Si apenas ellos empezaban a explorar los extraños caminos de aquella no-relación, poner al corriente al público general ni se pasaba por la cabeza.
Y allí estaba él, con toda su cara, esa que en el fondo lo hacía tan extremadamente apetecible, por debajo de la mesa, haciendo que los dedos de los pies de ella se contorsionaran, y que la mano que agarraba la copa temblara hasta el límite de hacer peligrar la integridad de sus vaqueros. Y hablando, sin siquiera mirarla, charlando relajadamente con el resto, y solo delatado por aquel brillo en los ojos que aparecía cuando estaba disfrutando con algo. Ese brillo que ella ya guardaba como propio, aunque no lo fuera.
Alguien suspicaz le preguntó si le pasaba algo, estaba un poco roja. Él también se interesó por su estado, y cuando se cruzaron las miradas, no hizo falta más, porque aquellos ojos color caramelo se oscurecían a pasos agigantados, más aún al encontrarse con las pupilas completamente dilatadas que el Martini y él habían conseguido en tiempo record.
Se levantó, y con la excusa de escapar del aire cargado del local, anunció su intención de salir a la calle unos minutos, ante lo cual él, galante y generoso cual caballero andante, se prestó a acompañarla. No fue necesario ni el cortés “no hace falta”, sí, hacía falta.
Cuando abrieron la primera de las dos puertas que separaban el local del exterior, ella ya tiraba de su mano con impaciencia, y ni siquiera el choque con la gélida realidad de una noche cerrada les hizo apagar lo más mínimo aquella extraña sed que se había apoderado de ellos.
No era fácil verse, entre las clases, las escapadas obligadas de algún fin de semana en casa de sus padres, la incompatibilidad absurda de horarios, y aquel acuerdo que les obligaba a frenarse cada vez que estaban acompañados, hacía casi dos semanas que no tenían un minuto para estar solos. Todo era demasiado complicado, demasiado secreto, y al mismo tiempo, era aquella peculiaridad, aquella caricia escondida al pasarse cualquier objeto insignificante, aquel roce inocente de sus cuerpos que se repetía hasta el infinito cada vez que salían, y sobre todo, ese segundo de más que duraba el abrazo de despedida, que nadie notaba, excepto ellos dos, lo que hacía de aquella situación algo tan extremadamente excitante.
Por si acaso a alguno de sus amigos se le ocurría la genial idea de ir tras ellos, y con el último atisbo de racionalidad que les quedaba en la mente, doblaron una esquina y se escondieron detrás de uno de esos recovecos que los arquitectos modernos hacen pensando, precisamente en las necesidades de jóvenes no-parejas. Ni siquiera tuvieron tiempo de confirmar que se encontraban a salvo de miradas indiscretas, pues en el momento en que la espalda de él chocó contra el frío hormigón, notó como ella le robaba el aliento, como suplía con destreza su diferencia de altura, y como sus manos buscaban cobijo bajo su cazadora, al amparo del frío, y buscando una piel que ardía.
La multitud de prendas que los dos llevaban resultaban una barrera frustrante, una muralla que los dos querían derrumbar a cualquier precio, pero no podía ser, ni allí, ni en ese momento, y aprovechándolas de alguna manera, su pasión se fue transformando en un roce de tejidos, en los que el algodón de su chaqueta se encontraba con el suave lino de la camisa de él, en el que el tacto del cuero de su cazadora parecía seda bajo las yemas de los dedos de ella, una situación en la que los vaqueros eran sus peores enemigos, luchando en una batalla perdida de antemano por acercarse más de lo que era posible.
El silencio de la noche se escuchó roto por sus fuertes respiraciones, que de vez en cuando, cuando la necesidad de aire se volvía vital, se acompasaban en un intento obligado de frenarse, de tranquilizarse, en el que sus frentes se tocaban y aquellos dos pares de ojos hablaban de todo lo que nunca se decía en voz alta.
Pero no duraba mucho tiempo, pues al momento, con suficiente oxígeno en el cuerpo, incluso parecía que demasiado en la cabeza, volvían a dejarse llevar, a juntar los labios, a explorar el interior, a besar cuellos, orejas, a cerrar los ojos, a ahogar los gemidos en suspiros.
No había sonrisas, no había tiempo para analizar, una necesidad mucho más primitiva los poseía en ese momento, ella notó la suave referencia a whisky escocés en sus labios, y por un segundo se preguntó si la dulzura del Martini habría llegado a los suyos, pero al momento aquella idea racional, aquella frase completa, se perdió en la inmensidad del universo, para volver a dar paso al torbellino de sensaciones que el momento regalaba. Una espiral ascendente en la que los dos veían peligrar su integridad física, y que se mostraba en su interior en picos de calor que llegaban y se iban sin que ella fuera capaz de agarrarlos para no dejarlos escapar.
En un momento de excitación incontrolada, en una bocanada de aire que se coló en el cuerpo de ella y la hizo estremecerse, él encontró el camino entre su ropa, y empezó a acariciar frenéticamente su espalda con las manos frías. Aquello fue demasiado para ella, que se alejó lo más que los brazos de él le dejaron, y mirándolo a los ojos, recogió toda la lógica, la racionalidad, que se había hecho pedazos alrededor de los dos.
Los dos lo notaron, se dieron cuenta al mismo tiempo de lo que pensaba el otro. Tenían que volver. Dios sabe cuánto tiempo había pasado… si se dejaban guiar por el incontable número de horas que podían pasar en la cama, a oscuras, besándose, había la posibilidad de que llevasen allí fuera toda la noche, porque el tiempo siempre desaparecía por arte de magia cuando se trataba del otro. Y tenían cuatro amigos esperando dentro, que podían ser inocentes, pero no eran idiotas.
Antes de que ella pudiera decir nada, él la apoyó sobre el pecho y verbalizó la idea que los dos tenían: “habría que ir entrando”. Ella no pudo resistir el robo de un último beso, que sólo por eso supo mucho más dulce que los demás, y con la resignación de quien se sabe obligada, volvió a aquel bar, que ahora parecía mucho más oscuro, y se sentó, asegurando que “se encontraba mucho mejor”; pero esta vez, y sin que sirviera de precedente, dejó fuera la cautela, y colocó su mano sobre la pierna que tenía al lado, mientras él, oculto por las sombras y sus cuerpos, la rodeó por la cintura, y empezó a acariciar, sin darse la menor importancia, esa línea de piel que se asomaba entre el vaquero y la camiseta.
Ninguno de los dos habló mucho más aquella noche, y si lo hacían, era más para encontrar una excusa medianamente decente para recolocarse, que por un genuino intento de aportar algo a la conversación. Por fortuna para algunos, al rato de su vuelta, alguien bostezó por primera vez, informando de que la barrera de lo nocturnamente aceptable para aquella velada estaba a punto de ser sobrepasada. No se tardó en tomar la decisión unánime de recogerse, y tras algunas complicaciones propias del final de una noche en cierto modo alcohólica, todos salieron a la calle.
Era normal que dos amigos se dieran calor mutuamente, teniendo en cuenta la temperatura, y mucho más que, los que vivían en la misma zona de la ciudad, aprovecharan cualquier oportunidad para luchar contra la crisis, así que a nadie le sorprendió, ni le dio la menor importancia, a aquella voz que dijo, en tono grave, en medio del silencio de los que se van a dormir, aquel “Nosotros nos vamos, que compartimos taxi. Buenas noches”
11.10.2008
Sesión continua
Tenía la mano apoyada en el reposabrazos. No era casual, siempre lo hacía así, esperando con impaciencia el momento en que él se atreviese a apresársela, a oscuras, como todo lo que pasaba en aquella sala anónima. Era un gesto que aún esperaba con mariposas en el estómago, por absurdo que pareciese, un gesto que siempre había significado mucho más de lo que él pensaba.
Recordaba muy bien la primera vez que le había cogido la mano a tientas, en una sala oscura. Aquella época mucho más inocente que la actual, en la que, como mucho, en dos horas llegarían, si había agallas, a entrelazar los dedos un par de veces, y en la cual, cada vez que las manos se separaban por cualquier estúpida razón, tan estúpida como un puñado de palomitas, volvía a empezar de cero la ardua tarea de recuperar el valor de tocarse.
Era extrañamente reconfortante el saber que aún tenían momentos así; que por mucho que hubieran evolucionado, por bien que conocieran ahora cada una de las curvas del cuerpo del otro, seguían titubeando a la hora de cogerse de la mano en el cine, y a la vez, era igual de reconfortante, o debiera decir, excitante, la absoluta convicción de que todo lo que ocurriera en dos horas a oscuras, no haría más que aumentar aquella impetuosa necesidad de ir un paso, o una maratón, más allá.
“Al cine se va a ver la película”. Era su frase comodín, la que le gustaba repetirse a sí misma, incluso cuando aquel pequeño demonio que parecía acompañarles siempre, le ganaba en dialéctica al ángel. Pero no iba a negar que era complicado. Que era extremadamente difícil concentrarse en cualquier tipo de guión lógico, en la sucesión de fotogramas de alta calidad, cuando aquella mano, sin soltar la suya, se acercaba para colocarse, inocentemente, sobre su muslo.
Inocentemente… sí, ya, claro. A la mierda la película. Seguro que se estaba riendo; el muy cabrón seguro que tenía esa estúpida sonrisa en la cara… y es que sabía que la tenía a su merced, sabía que la tortura no había hecho más que empezar.
Intentó mantener la mirada fija, por todos los medios, se obligó a seguir el guión, que ya se estaba haciendo extremadamente largo, mientras notaba cómo aquellas manos entrelazadas empezaban a trazar círculos apenas perceptibles que se acercaban peligrosamente a zonas prohibidas en un lugar público y en su fachada de castidad y pureza.
Se soltó, intentó que por lo menos su propia mano guardara la compostura adecuada. La devolvió al apoyabrazos, lo más inocentemente que pudo. Y en cuanto lo hizo, lo oyó, era imposible negarlo, había sido una carcajada ahogada, una risa imperceptible, que demostraba que él ya sabía que la tenía a su merced. En ese momento lo odió, y al mismo tiempo, no pudo frenar la ola de calor que le recorrió todo el cuerpo… ¿es que esa película no se iba a acabar nunca?
Pura y dulce tortura. No había otro nombre. Se inclinó hacia él, y en un susurro, su propia voz le sonó extraña, profunda, más entrecortada de lo que ella creía. “Eres… un… cabrón” Y esta vez él sonrió a sus anchas, la miró, y le demostró, con un simple gesto escondido en la oscuridad de la sala, que sí, lo era, y además, se sentía orgulloso de ello.
A la mierda, le daba igual, recordó en un segundo todas las imágenes de su infancia en el cine, en las que se había preguntado cómo la gente podía pagar por algo que no estaba viendo, y borró los cinco centímetros que separaban sus labios. Lo besó, demostrándole en un solo beso lo ¿enfadada? que estaba… enfadada… sí, claro, era exactamente lo que le estaba demostrando…
Y los papeles se cambiaron, y ella sonrió para sus adentros, recuperando la compostura, y el poder, todo al mismo tiempo… menos mal que la sabia naturaleza, por alguna razón, le había otorgado a la mujer una capacidad innata para besar. Él se deshacía, como hacía pocos minutos que lo hacía ella. Y en cuanto notó cómo la mano furtiva subía, la agarró, colocándola en el apoyabrazos, y volviéndose hacia la pantalla, la retuvo allí, prisionera.
Quizás fueron diez segundos los que tardó él en darse cuenta de que había perdido la batalla, los que tardó en relajarse, y en soltar la presión, en dejar de intentar zafarse. Diez segundos tras los cuales ella, ladeando la cabeza, acercándose, pero sin dejar de mirar la pantalla, le susurró… “Al cine se viene a ver la película”
Recordaba muy bien la primera vez que le había cogido la mano a tientas, en una sala oscura. Aquella época mucho más inocente que la actual, en la que, como mucho, en dos horas llegarían, si había agallas, a entrelazar los dedos un par de veces, y en la cual, cada vez que las manos se separaban por cualquier estúpida razón, tan estúpida como un puñado de palomitas, volvía a empezar de cero la ardua tarea de recuperar el valor de tocarse.
Era extrañamente reconfortante el saber que aún tenían momentos así; que por mucho que hubieran evolucionado, por bien que conocieran ahora cada una de las curvas del cuerpo del otro, seguían titubeando a la hora de cogerse de la mano en el cine, y a la vez, era igual de reconfortante, o debiera decir, excitante, la absoluta convicción de que todo lo que ocurriera en dos horas a oscuras, no haría más que aumentar aquella impetuosa necesidad de ir un paso, o una maratón, más allá.
“Al cine se va a ver la película”. Era su frase comodín, la que le gustaba repetirse a sí misma, incluso cuando aquel pequeño demonio que parecía acompañarles siempre, le ganaba en dialéctica al ángel. Pero no iba a negar que era complicado. Que era extremadamente difícil concentrarse en cualquier tipo de guión lógico, en la sucesión de fotogramas de alta calidad, cuando aquella mano, sin soltar la suya, se acercaba para colocarse, inocentemente, sobre su muslo.
Inocentemente… sí, ya, claro. A la mierda la película. Seguro que se estaba riendo; el muy cabrón seguro que tenía esa estúpida sonrisa en la cara… y es que sabía que la tenía a su merced, sabía que la tortura no había hecho más que empezar.
Intentó mantener la mirada fija, por todos los medios, se obligó a seguir el guión, que ya se estaba haciendo extremadamente largo, mientras notaba cómo aquellas manos entrelazadas empezaban a trazar círculos apenas perceptibles que se acercaban peligrosamente a zonas prohibidas en un lugar público y en su fachada de castidad y pureza.
Se soltó, intentó que por lo menos su propia mano guardara la compostura adecuada. La devolvió al apoyabrazos, lo más inocentemente que pudo. Y en cuanto lo hizo, lo oyó, era imposible negarlo, había sido una carcajada ahogada, una risa imperceptible, que demostraba que él ya sabía que la tenía a su merced. En ese momento lo odió, y al mismo tiempo, no pudo frenar la ola de calor que le recorrió todo el cuerpo… ¿es que esa película no se iba a acabar nunca?
Pura y dulce tortura. No había otro nombre. Se inclinó hacia él, y en un susurro, su propia voz le sonó extraña, profunda, más entrecortada de lo que ella creía. “Eres… un… cabrón” Y esta vez él sonrió a sus anchas, la miró, y le demostró, con un simple gesto escondido en la oscuridad de la sala, que sí, lo era, y además, se sentía orgulloso de ello.
A la mierda, le daba igual, recordó en un segundo todas las imágenes de su infancia en el cine, en las que se había preguntado cómo la gente podía pagar por algo que no estaba viendo, y borró los cinco centímetros que separaban sus labios. Lo besó, demostrándole en un solo beso lo ¿enfadada? que estaba… enfadada… sí, claro, era exactamente lo que le estaba demostrando…
Y los papeles se cambiaron, y ella sonrió para sus adentros, recuperando la compostura, y el poder, todo al mismo tiempo… menos mal que la sabia naturaleza, por alguna razón, le había otorgado a la mujer una capacidad innata para besar. Él se deshacía, como hacía pocos minutos que lo hacía ella. Y en cuanto notó cómo la mano furtiva subía, la agarró, colocándola en el apoyabrazos, y volviéndose hacia la pantalla, la retuvo allí, prisionera.
Quizás fueron diez segundos los que tardó él en darse cuenta de que había perdido la batalla, los que tardó en relajarse, y en soltar la presión, en dejar de intentar zafarse. Diez segundos tras los cuales ella, ladeando la cabeza, acercándose, pero sin dejar de mirar la pantalla, le susurró… “Al cine se viene a ver la película”
11.06.2008
Llueve....
... y las calles están resbaladizas. Nunca me han gustado los paraguas, y en momentos como este, en los que la lluvia parece no darle tregua a la tarde, yo me escondo debajo de la capucha del abrigo. Las manos dentro de los bolsillos luchan contra el frio que parece haberse adueñado de la ciudad, y voy ganando metros mirando hacia abajo, a mis zapatos, saltado los charcos y sin pisar las líneas de las baldosas...
Es noche cerrada, y no son ni las siete de la tarde. De repente, sin avisar, como suelen venir los pequeños placeres de la vida, me llega un mensaje.
Mientras lo leo, la lluvia llena de pequeñas gotas la pantalla, pero ni la más cerrada de las tormentas logra empañar el absurdo calor que me recorre el cuerpo cuando alguien te recuerda de cierta manera.
A lo mejor a otra se le subirían los colores, pero a mí no me hace más que gracia... ay quien se encontrase este móvil así, por casualidad...
Es noche cerrada, y no son ni las siete de la tarde. De repente, sin avisar, como suelen venir los pequeños placeres de la vida, me llega un mensaje.
Mientras lo leo, la lluvia llena de pequeñas gotas la pantalla, pero ni la más cerrada de las tormentas logra empañar el absurdo calor que me recorre el cuerpo cuando alguien te recuerda de cierta manera.
A lo mejor a otra se le subirían los colores, pero a mí no me hace más que gracia... ay quien se encontrase este móvil así, por casualidad...
10.26.2008
Querida Nadie:
no sabes bien la fuerza que me das; no lo sabes, ni lo sabrás nunca, pero quiero decírtelo, aunque sin hacerlo. Eres lo único que me hace agarrarme al mundo en este momento, lo único que me hace seguir avanzando, levantarme cada mañana, para hablar contigo cada noche.
A lo mejor es el tiempo, quizás esta lluvia infernal que cae imparable al otro lado de la ventana, que pinta de gris esta ciudad que me es tan poco familiar, quizás es que eres lo único que parece seguir uniéndome a ese otro lugar, en el que el sol brilla como si fuera dueño de todo lo que baña la luz.
Hacía mucho tiempo que no me sentía así con alguien, hasta me atrevería a decir que eres la primera persona que lo logra... y no lo sabes. Para tí, seguramente sólo soy un amigo más, pero tú para mí eres, ahora mismo, lo único que tiene verdadera importancia.
Echo de menos tu sonrisa, ese gesto absurdo de retirarte el pelo de la cara, que volvía a caerte al segundo, la mirada pícara con la que me saludabas, y la sensación de calidez que encerraba cada gesto. Esos gestos que llevo demasiado tiempo sin ver.
Pero a la vez, de una manera absurda, me encanta tenerte tan lejos, y a la vez tan cerca... es como si cada kilómetro que nos separa se hubiese puesto a nuestro favor, acercándonos mucho más, y eso no lo cambiaría por nada.
Pero tú no lo sabes, y no lo sabrás nunca, porque soy demasiado miedoso para decirte nada, porque es imposible que me tomes en serio, y porque estas cosas nunca salen bien. Así que, por ahora, y hasta que tú me dejes, me seguiré conformando con hablar contigo cada noche, con esperar con el corazón en un puño y una incertidumbre agobiante que aparezcas como por arte de magia, seguiré resignándome a no cruzar más que palabras, y a encerrar en veladas metáforas todo aquello que los dos sabemos, y que nunca, jamás, nos atreveremos a decir.
De todo corazón,
un amigo.
A lo mejor es el tiempo, quizás esta lluvia infernal que cae imparable al otro lado de la ventana, que pinta de gris esta ciudad que me es tan poco familiar, quizás es que eres lo único que parece seguir uniéndome a ese otro lugar, en el que el sol brilla como si fuera dueño de todo lo que baña la luz.
Hacía mucho tiempo que no me sentía así con alguien, hasta me atrevería a decir que eres la primera persona que lo logra... y no lo sabes. Para tí, seguramente sólo soy un amigo más, pero tú para mí eres, ahora mismo, lo único que tiene verdadera importancia.
Echo de menos tu sonrisa, ese gesto absurdo de retirarte el pelo de la cara, que volvía a caerte al segundo, la mirada pícara con la que me saludabas, y la sensación de calidez que encerraba cada gesto. Esos gestos que llevo demasiado tiempo sin ver.
Pero a la vez, de una manera absurda, me encanta tenerte tan lejos, y a la vez tan cerca... es como si cada kilómetro que nos separa se hubiese puesto a nuestro favor, acercándonos mucho más, y eso no lo cambiaría por nada.
Pero tú no lo sabes, y no lo sabrás nunca, porque soy demasiado miedoso para decirte nada, porque es imposible que me tomes en serio, y porque estas cosas nunca salen bien. Así que, por ahora, y hasta que tú me dejes, me seguiré conformando con hablar contigo cada noche, con esperar con el corazón en un puño y una incertidumbre agobiante que aparezcas como por arte de magia, seguiré resignándome a no cruzar más que palabras, y a encerrar en veladas metáforas todo aquello que los dos sabemos, y que nunca, jamás, nos atreveremos a decir.
De todo corazón,
un amigo.
10.23.2008
Ocaso
Es una ceremonia, una coreografía que ha de salir perfecta cada vez que se presenta. Apenas tengo espacio, los pasillos están llenos, pero no intento frenar la absurda necesidad de traérmelo a casa, sé que no podría.
Es curioso como en un piso tan pequeño pueden caber tantas historias. Aún me quedan horas de sol, todavía puedo aprovechar la luz un rato. Por lo menos para la introducción...
Y sin quererlo, o mejor dicho, exactamente como quiero, me vuelve a hipnotizar. Paso páginas sin darme cuenta, mientras corren los minutos, en una espiral de esas que sólo te dan las grandes historias, y que borran la realidad, para hacerte creer únicamente en la que está escrita.
Se enciende la luz, y levanto la vista. Desde el marco de la puerta, él me mira, sonriendo, con esa cara que ya sólo refleja resignación.
- Te terminarás quedando ciega...
Es curioso como en un piso tan pequeño pueden caber tantas historias. Aún me quedan horas de sol, todavía puedo aprovechar la luz un rato. Por lo menos para la introducción...
Y sin quererlo, o mejor dicho, exactamente como quiero, me vuelve a hipnotizar. Paso páginas sin darme cuenta, mientras corren los minutos, en una espiral de esas que sólo te dan las grandes historias, y que borran la realidad, para hacerte creer únicamente en la que está escrita.
Se enciende la luz, y levanto la vista. Desde el marco de la puerta, él me mira, sonriendo, con esa cara que ya sólo refleja resignación.
- Te terminarás quedando ciega...
10.11.2008
Y más besos...
Cuando algo ya ha pasado, está ahí, innegable, permanente, esperando con una sonrisa malévola el momento perfecto para saltarte encima, exactamente lo mismo que estaba haciendo él esa noche.
Habíamos quedado para tomar una cerveza, pero los dos sabíamos que aquello no podía ser más que una excusa. Cada vez que un botellín tocaba nuestros labios, ya fueran los de él o los míos, no podíamos reprimir una sonrisa "sé que me estás mirando, y sé perfectamente lo que estás pensando, porque yo también lo pienso"
Al principio, como para fingir que no teníamos ni idea de qué hacíamos allí, hablamos, un poco, de temas absurdos, de gente que en aquel momento había dejado de tener importancia, y que seguro que no la volvería a tener hasta bien entrada la madrugada, o que quizás ya nunca volvería a tenerla.
En aquel tugurio había el suficiente ruido para hablarse a gritos, y tener la seguridad de que las palabras serían enmascaradas, pero hacía rato que ninguno de los dos decía nada, y todo lo que salía de sus ojos, y supongo que de los míos, se oía como un grito en medio del desierto.
No sabría decir quién dio el primer paso, sólo recuerdo su mano en mi espalda y el escalofrío que la recorrió mientras pagábamos, y aquella especie de carrera absurda, andando tranquilamente, como si ninguno tuviera prisa, hasta mi portal.
Cuando llegamos, busqué el manojo de llaves dentro del bolso. Era gracioso ver cómo lo que buscas es siempre lo último en aparecer. Y además en aquella ocasión, con su aliento en mi nuca, y la seguridad de tenerle a cinco centímetros de distancia, a la llave, cómo no, no le daba la gana de aparecer.
No era tan complicado, la tenía, y al final, sin mirarle ni un solo segundo, subí las escaleras del portal y llamé al ascensor. Era absurdo cómo no podía mirarle a la cara. Aquella timidez estúpida que seguía persiguiéndome en los momentos más inoportunos, volvió a paralizarme el cuerpo, mientras yo no hacía nada por evitarlo. Hacía menos de diez minutos estaba lanzándole todas las indirectas del mundo, y ahora, de repente, no podía ni girarme.
Pero los ascensores son muy traicioneros, y están llenos de espejos. En el momento en que mi mirada se fijó en sus ojos, que me excrutaban, como lo habían hecho toda la noche a través del humo, me dí la vuelta, y al segundo, ya tenía sus labios sobre los míos. Lo mejor que le puede pasar a alguien como yo, es que se lo den todo hecho...
No sabía si le había dado al botón, pero el ascensor se cerró y empezó a subir. Como si de dos adolescentes enfervorizados nos tratásemos, cuatro manos no eran suficientes para explorar tanta piel. El aire nos faltaba en los pulmones, pero por nada del mundo hubiéramos dejado en aquel momento de explorar nuestras bocas. Los pisos se sucedían a toda velocidad, y demasiado lentamente, como una enorme paradoja, y mis sentidos eran incapaces de controlar tantas sensaciones: la suavidad de su camisa, el áspero tacto de aquella cara, la humedad de los besos que, si entre nosotros eran casi una novedad, parecían haber sido ensayados hasta la saciedad, sus manos abriéndose paso por debajo de la blusa, con intenciones inequívocas de explorar el interior de los vaqueros, pero con esa mínima cordura del que no quería llevarse un bofetón en el momento más inoportuno...
Y el ascensor dio un tumbo, y las puertas se abrieron, y sin saber muy bien si a nuestro pesar o no, salimos, esta vez ya con las llaves a mano, en el bolsillo; pero sin la cordura que me había dejado abajo en el portal, intenté abrir a tientas aquella cerradura absurda.
Estaba oscuro, lo propio a esas horas de la madrugada, pero la contaminación lumínica que se colaba por el ventanuco del descansillo, las prisas, y la enajenación del momento, nos hicieron incapaces a ninguno de los dos de movernos tres metros hasta el interruptor de la luz. No, yo seguía peleándome con la cerradura, y él, siempre tan servicial, me ayudaba en tan ardua tarea distrayendo mis ya mermados sentidos con sus manos bajo la blusa, y aquellos besos en el cuello que cualquiera que me conociera sabía que me dejaban fuera de combate.
"Estúpida cerradura" Apenas podía mantener la concentración, y la opción de olvidar la tarea entre manos, se abría paso en la neblina que rodeaba en esos momentos mi mente.
Pero por la razón que fuera, la llave entró, y tras un giro rápido de muñeca, se abrió la puerta, obligándonos a entrar en el piso, y dejando la poca cordura que nos quedaba, al otro lado de un portazo, que resonó en todo el edificio.
Habíamos quedado para tomar una cerveza, pero los dos sabíamos que aquello no podía ser más que una excusa. Cada vez que un botellín tocaba nuestros labios, ya fueran los de él o los míos, no podíamos reprimir una sonrisa "sé que me estás mirando, y sé perfectamente lo que estás pensando, porque yo también lo pienso"
Al principio, como para fingir que no teníamos ni idea de qué hacíamos allí, hablamos, un poco, de temas absurdos, de gente que en aquel momento había dejado de tener importancia, y que seguro que no la volvería a tener hasta bien entrada la madrugada, o que quizás ya nunca volvería a tenerla.
En aquel tugurio había el suficiente ruido para hablarse a gritos, y tener la seguridad de que las palabras serían enmascaradas, pero hacía rato que ninguno de los dos decía nada, y todo lo que salía de sus ojos, y supongo que de los míos, se oía como un grito en medio del desierto.
No sabría decir quién dio el primer paso, sólo recuerdo su mano en mi espalda y el escalofrío que la recorrió mientras pagábamos, y aquella especie de carrera absurda, andando tranquilamente, como si ninguno tuviera prisa, hasta mi portal.
Cuando llegamos, busqué el manojo de llaves dentro del bolso. Era gracioso ver cómo lo que buscas es siempre lo último en aparecer. Y además en aquella ocasión, con su aliento en mi nuca, y la seguridad de tenerle a cinco centímetros de distancia, a la llave, cómo no, no le daba la gana de aparecer.
No era tan complicado, la tenía, y al final, sin mirarle ni un solo segundo, subí las escaleras del portal y llamé al ascensor. Era absurdo cómo no podía mirarle a la cara. Aquella timidez estúpida que seguía persiguiéndome en los momentos más inoportunos, volvió a paralizarme el cuerpo, mientras yo no hacía nada por evitarlo. Hacía menos de diez minutos estaba lanzándole todas las indirectas del mundo, y ahora, de repente, no podía ni girarme.
Pero los ascensores son muy traicioneros, y están llenos de espejos. En el momento en que mi mirada se fijó en sus ojos, que me excrutaban, como lo habían hecho toda la noche a través del humo, me dí la vuelta, y al segundo, ya tenía sus labios sobre los míos. Lo mejor que le puede pasar a alguien como yo, es que se lo den todo hecho...
No sabía si le había dado al botón, pero el ascensor se cerró y empezó a subir. Como si de dos adolescentes enfervorizados nos tratásemos, cuatro manos no eran suficientes para explorar tanta piel. El aire nos faltaba en los pulmones, pero por nada del mundo hubiéramos dejado en aquel momento de explorar nuestras bocas. Los pisos se sucedían a toda velocidad, y demasiado lentamente, como una enorme paradoja, y mis sentidos eran incapaces de controlar tantas sensaciones: la suavidad de su camisa, el áspero tacto de aquella cara, la humedad de los besos que, si entre nosotros eran casi una novedad, parecían haber sido ensayados hasta la saciedad, sus manos abriéndose paso por debajo de la blusa, con intenciones inequívocas de explorar el interior de los vaqueros, pero con esa mínima cordura del que no quería llevarse un bofetón en el momento más inoportuno...
Y el ascensor dio un tumbo, y las puertas se abrieron, y sin saber muy bien si a nuestro pesar o no, salimos, esta vez ya con las llaves a mano, en el bolsillo; pero sin la cordura que me había dejado abajo en el portal, intenté abrir a tientas aquella cerradura absurda.
Estaba oscuro, lo propio a esas horas de la madrugada, pero la contaminación lumínica que se colaba por el ventanuco del descansillo, las prisas, y la enajenación del momento, nos hicieron incapaces a ninguno de los dos de movernos tres metros hasta el interruptor de la luz. No, yo seguía peleándome con la cerradura, y él, siempre tan servicial, me ayudaba en tan ardua tarea distrayendo mis ya mermados sentidos con sus manos bajo la blusa, y aquellos besos en el cuello que cualquiera que me conociera sabía que me dejaban fuera de combate.
"Estúpida cerradura" Apenas podía mantener la concentración, y la opción de olvidar la tarea entre manos, se abría paso en la neblina que rodeaba en esos momentos mi mente.
Pero por la razón que fuera, la llave entró, y tras un giro rápido de muñeca, se abrió la puerta, obligándonos a entrar en el piso, y dejando la poca cordura que nos quedaba, al otro lado de un portazo, que resonó en todo el edificio.
10.05.2008
Besos
Se dio cuenta de que había crecido cuando el beso sólo le supo a beso, cuando con él no llegó ningún tipo de angustia, ni de esperanza absurda en que aquello pudiera convertirse en nada más. Era un beso, y luego otro, y luego otro, y luego otro. Parecía que no lo hacía mal, de hecho le estaba gustando incluso un poco más de la cuenta.
No podía negarlo, cada poco la lógica se quería colar en su cabeza. La lógica la quería obligar a escapar, quería forzarla a parar, sin siquiera tenía una puerta tras la que esconderse... pero esta vez, por mucho que dijera la lógica, no pensaba hacerle caso. Cada vez que la lógica llegaba, ella la hacía escapar corriendo con otro beso.
Las cosas se veían mucho más claras sólo porque ella quería verlas claras; la problemática adolescente desapareció cuando se dio cuenta de que era ficticia, y no era dificil dejar a un lado toda esa angustia de quinceañera, de hecho, cuanto más le besaba, más veía que aquello era precisamente lo que quería.
Estaba ya cansada de ser la niña buena del cuento. No era tan buena como la gente se pensaba, es más, empezaba a ver que ni siquiera era tan buena como ella misma creía, y paradógicamente, eso aún le llenaba más el estómago de una sensación indefiniblemente cálida.
Era consciente del cambio que significaba cada gesto, de que estaba dejándose llevar, estaba haciendo aquello que él le había pedido durante toda la noche: estaba siendo ella misma. Y por una vez, dejó la mente en blanco, y se dejó llevar por las sensaciones, por las sonrisas, por los juegos absurdos, y por uno de los grandes descubrimientos de la noche: los besos que te niegas a dar, son mucho más dulces cuando consiguen dártelos.
No podía negarlo, cada poco la lógica se quería colar en su cabeza. La lógica la quería obligar a escapar, quería forzarla a parar, sin siquiera tenía una puerta tras la que esconderse... pero esta vez, por mucho que dijera la lógica, no pensaba hacerle caso. Cada vez que la lógica llegaba, ella la hacía escapar corriendo con otro beso.
Las cosas se veían mucho más claras sólo porque ella quería verlas claras; la problemática adolescente desapareció cuando se dio cuenta de que era ficticia, y no era dificil dejar a un lado toda esa angustia de quinceañera, de hecho, cuanto más le besaba, más veía que aquello era precisamente lo que quería.
Estaba ya cansada de ser la niña buena del cuento. No era tan buena como la gente se pensaba, es más, empezaba a ver que ni siquiera era tan buena como ella misma creía, y paradógicamente, eso aún le llenaba más el estómago de una sensación indefiniblemente cálida.
Era consciente del cambio que significaba cada gesto, de que estaba dejándose llevar, estaba haciendo aquello que él le había pedido durante toda la noche: estaba siendo ella misma. Y por una vez, dejó la mente en blanco, y se dejó llevar por las sensaciones, por las sonrisas, por los juegos absurdos, y por uno de los grandes descubrimientos de la noche: los besos que te niegas a dar, son mucho más dulces cuando consiguen dártelos.
9.06.2008
Amanece
La luz se colaba entre las delgadas líneas de la veneciana, lo suficiente como para molestar el sueño de ella, y acariciar la espalda de él. Era gracioso pensar en cuántas cosas parecía últimamente que seguían el mismo patrón: el de importunar a una y agradar al otro.
No quería abrir los ojos, pero sabía que ya no podía dormir más, así que se mentalizó para el choque frontal que sufrirían sus cansadas pupilas, y se encontró de frente con él, respirando pausadamente, con una cadencia que mostraba que estaba completamente dormido.
Ella lo miró, muy de cerca. Lo miró como lo llevaba mirando desde hacía años, o quizás, de una manera totalmente distinta. Se conocían desde hacía tanto... aunque no así, no a diez centímetros; y observando su cara, recorriendo sus facciones, se dio cuenta de que, en realidad, apenas se conocían.
Desde que habían cambiado el rumbo, desde que aquella amistad se había convertido en algo más, las diferencias se habían acentuado mucho, como sin querer, como si alguien les estuviera intentando decir que se frenaran, que recularan, que volvieran al bastión seguro del amor platónico.
Él no era tan maravilloso, ni ella tan perfecta. A cada paso se encontraban boquetes, charcos, y cada poco, después de una mala contestación, de una despedida gris, de un deseo que no se cumplía, el fantasma de la duda le susurraba al oído que aquel no era su príncipe, que tenía que seguir buscando, que si se conformaba, el verdadero pasaría de largo, y ella ni se daría cuenta, por tener sólo ojos para aquel que ahora tenía delante.
Y aún así, siguió mirándole, y empezó a ver otras cosas. Empezó a recordar todos los pequeños gestos que hacían olvidar semanas de dudas; empezó a sentir ese cosquilleo que aún volvía en el momento justo antes de darle un beso, empezó a sonreír al ver cómo se movía el vello de su pecho, sólo por la suave brisa que salía de sus respiraciones entremezcladas. Y sintió el calor de la mano que reposaba en su cintura, y la paz que la envolvía cuando estaba entre sus brazos.
Y volvió a cerrar los ojos, y cogió aire, y lo soltó en un suspiro, y notó como él la agarraba con más fuerza, apenas perceptible, y cuando abrió los ojos, se encontró con los de él, mirándola, así, de aquella manera, imposible de leer, pero que decía más que mil palabras.
-Buenos días...
No quería abrir los ojos, pero sabía que ya no podía dormir más, así que se mentalizó para el choque frontal que sufrirían sus cansadas pupilas, y se encontró de frente con él, respirando pausadamente, con una cadencia que mostraba que estaba completamente dormido.
Ella lo miró, muy de cerca. Lo miró como lo llevaba mirando desde hacía años, o quizás, de una manera totalmente distinta. Se conocían desde hacía tanto... aunque no así, no a diez centímetros; y observando su cara, recorriendo sus facciones, se dio cuenta de que, en realidad, apenas se conocían.
Desde que habían cambiado el rumbo, desde que aquella amistad se había convertido en algo más, las diferencias se habían acentuado mucho, como sin querer, como si alguien les estuviera intentando decir que se frenaran, que recularan, que volvieran al bastión seguro del amor platónico.
Él no era tan maravilloso, ni ella tan perfecta. A cada paso se encontraban boquetes, charcos, y cada poco, después de una mala contestación, de una despedida gris, de un deseo que no se cumplía, el fantasma de la duda le susurraba al oído que aquel no era su príncipe, que tenía que seguir buscando, que si se conformaba, el verdadero pasaría de largo, y ella ni se daría cuenta, por tener sólo ojos para aquel que ahora tenía delante.
Y aún así, siguió mirándole, y empezó a ver otras cosas. Empezó a recordar todos los pequeños gestos que hacían olvidar semanas de dudas; empezó a sentir ese cosquilleo que aún volvía en el momento justo antes de darle un beso, empezó a sonreír al ver cómo se movía el vello de su pecho, sólo por la suave brisa que salía de sus respiraciones entremezcladas. Y sintió el calor de la mano que reposaba en su cintura, y la paz que la envolvía cuando estaba entre sus brazos.
Y volvió a cerrar los ojos, y cogió aire, y lo soltó en un suspiro, y notó como él la agarraba con más fuerza, apenas perceptible, y cuando abrió los ojos, se encontró con los de él, mirándola, así, de aquella manera, imposible de leer, pero que decía más que mil palabras.
-Buenos días...
1.12.2008
Cielos de Londres
Cuando bajó del avión lo supo: supo que aquel escalofrío que le había recorrido el cuerpo, esa humedad que se estaba asentando en cada uno de sus huesos, no desaparecería hasta que volviese a casa.
Por delante se extendía el largo pasillo, largo como los meses que tendría que estar allí, en un mundo que por ahora era extraño, pero que pronto se convertiría, quizás a su pesar, en el suyo propio.
Volvió la cabeza, y vio todo lo que dejaba atrás: vio los cielos azules, los blancos edificios donde el sol se reflejaba, vio el coche rojo, destartalado, la cama deshecha, la luz encendida... pero sobre todo, vio a su gente, a aquellos que en tres años, o quizás en 15 días, se habían hecho un hueco en su vida. Pensó en la extraña situación que dejaba, en esos ojos marrones, quién supiera a quién pertenecían, en lo que había pasado sólo dos días antes, en su extraña manía de huir cada vez que su vida se ponía interesante.
Y miró hacia delante, y solo se encontró un estúpido pasillo, de plástico desgastado, decadente, con moqueta gris plagada de manchas de humedad por la que corrían a toda velocidad los demás pasajeros, tirando de sus maletas de mano, como si hubiese realmente una meta a la que llegar antes que el resto.
Respira, ya queda menos
Por delante se extendía el largo pasillo, largo como los meses que tendría que estar allí, en un mundo que por ahora era extraño, pero que pronto se convertiría, quizás a su pesar, en el suyo propio.
Volvió la cabeza, y vio todo lo que dejaba atrás: vio los cielos azules, los blancos edificios donde el sol se reflejaba, vio el coche rojo, destartalado, la cama deshecha, la luz encendida... pero sobre todo, vio a su gente, a aquellos que en tres años, o quizás en 15 días, se habían hecho un hueco en su vida. Pensó en la extraña situación que dejaba, en esos ojos marrones, quién supiera a quién pertenecían, en lo que había pasado sólo dos días antes, en su extraña manía de huir cada vez que su vida se ponía interesante.
Y miró hacia delante, y solo se encontró un estúpido pasillo, de plástico desgastado, decadente, con moqueta gris plagada de manchas de humedad por la que corrían a toda velocidad los demás pasajeros, tirando de sus maletas de mano, como si hubiese realmente una meta a la que llegar antes que el resto.
Respira, ya queda menos
11.12.2006
La escalera hasta la ventana
Para aquellos incautos a los que la providencia os ha acercado hasta este rinconcito del universo, bienvenidos.
No nos conocemos, no sabemos nada los unos de los otros, pero sinceramente, eso no me importa. No importa que no sepa quienes sois, si es que sois alguien, y no importa que vosotros no sepais nada de mí, porque para lo que nos ha traído hasta aquí, no hace falta.
Éste será, a partir de ahora, un mundo distinto, un mundo de sueños, de retazos de realidad que nunca existió, de acciones que no tuvieron lugar, y que nacerán y morirán limitadas por la acongojante claustrofobia de las palabras.
Así que a vosotros, viajeros de estos oscuros mares de cuadernos de bitácora, a vosotros os dedico todo lo que salga de mi pluma, para que lo pateéis, lo critiquéis, lo desterréis al desierto de la indiferencia, o por el contrario lo elevéis a las puertas del Olimpo.
Subid por la escalera, no tengáis miedo de lo que os vais a encontrar al traspasar el alféizar de la ventana
No nos conocemos, no sabemos nada los unos de los otros, pero sinceramente, eso no me importa. No importa que no sepa quienes sois, si es que sois alguien, y no importa que vosotros no sepais nada de mí, porque para lo que nos ha traído hasta aquí, no hace falta.
Éste será, a partir de ahora, un mundo distinto, un mundo de sueños, de retazos de realidad que nunca existió, de acciones que no tuvieron lugar, y que nacerán y morirán limitadas por la acongojante claustrofobia de las palabras.
Así que a vosotros, viajeros de estos oscuros mares de cuadernos de bitácora, a vosotros os dedico todo lo que salga de mi pluma, para que lo pateéis, lo critiquéis, lo desterréis al desierto de la indiferencia, o por el contrario lo elevéis a las puertas del Olimpo.
Subid por la escalera, no tengáis miedo de lo que os vais a encontrar al traspasar el alféizar de la ventana
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