11.14.2008

Noche

El humo del tabaco siempre le había resultado increíblemente molesto; no solo le irritaba los ojos y la garganta, sino que imponía en el ambiente de cualquier reunión una película borrosa que parecía pegarse a la piel, que indudablemente mañana estaría impregnando los vaqueros y la camiseta, y que incluso parecía nublar la mente de todos los allí reunidos.

Estaba siendo una buena noche, era agradable salir con tu grupo de gente, sin preocupaciones, sin ganas de pensar más allá de lo estrictamente necesario, y al mismo tiempo, enfrascándose en conversaciones trascendentales que en circunstancias normales habrían resultado ininteligibles para gran parte de la mesa. Tras la cena, se habían trasladado a aquel bar nuevo, al menos para ella, en el que reinaba un ambiente cuando menos curioso; la decoración recordaba a un moderno baudelaire, con arañas de plástico transparente que colgaban en un espacio completamente negro, paredes y suelo, con solo cierta filigrana blanca en las paredes, y aquellas mesas contorneadas en torno a las cuales se organizaban sofás, sillones, sillas con respaldo, en incluso algún que otro taburete. La música acompañaba, y una pieza tras otra, la improvisación de un cuarteto de jazz se dejaba colar a través del hilo musical.

Mientras reía alguna de las muchas tonterías que se estaban diciendo, se llevó a los labios su Martini, solo, con el hielo en el punto justo para no resultar aguado, la primera vez que se lo habían puesto en un vaso largo. Adoraba aquel sabor dulce, embriagador, que le traía tantos recuerdos que aparecían cuando tomaba el primer trago, y olvidaba en el momento en que se bebía el último sorbo.
Se giró y observó el ambiente del bar: aquí un grupo de jóvenes que parecía que acababan de salir de trabajar (¿a las dos de la mañana?) todos con su traje, su camisa abierta, y la corbata desaparecida. Reían, se gritaban los unos a los otros, y de vez en cuando miraban a alguna de las chicas que, en grupos más pequeños, o en parejas, pasaban bastante de aquellos pobres… en aquella otra esquina, una pareja con claras intenciones de acercamiento, ella tocándose el pelo, acercándose lo más posible a él, sonriendo, de manera incluso absurda, y con una absoluta desesperación ante lo que parecía total ceguera por parte de su acompañante, allí, un hombre de mediana edad…

No pegó un chillido, como hubiera sido natural en ella, porque algo en su interior se lo impidió, pero no pudo reprimir un respingo de sorpresa, y un rápido giro de cabeza hacia la izquierda. Cuando se habían sentado juntos en el sofá, quieras que no, no lo habían hecho casualmente, estaba claro que a la suerte había que echarle una mano. Pero al mismo tiempo, si tratabas de esconder una relación al resto del grupo, no era de mucha ayuda el aprovechar la coyuntura para meter mano por debajo de una mesa, donde había cuatro pares de piernas más.
Habían empezado, dios sabe por qué, de una manera completamente casual, inocente, y continuado de la misma forma, por lo menos en lo que a casual se refería. Había sido una tarde, después de una larga juerga de todo el grupo, cuando él la había acompañado, como buen amigo, hasta casa, y un malentendido a la hora de despedirse había dado paso al primer beso, y luego a la primera caricia, y después a las primeras prisas, al ansia, y a partir de ahí, a todo lo demás.
Pero nadie lo sabía, era mejor así. Si apenas ellos empezaban a explorar los extraños caminos de aquella no-relación, poner al corriente al público general ni se pasaba por la cabeza.

Y allí estaba él, con toda su cara, esa que en el fondo lo hacía tan extremadamente apetecible, por debajo de la mesa, haciendo que los dedos de los pies de ella se contorsionaran, y que la mano que agarraba la copa temblara hasta el límite de hacer peligrar la integridad de sus vaqueros. Y hablando, sin siquiera mirarla, charlando relajadamente con el resto, y solo delatado por aquel brillo en los ojos que aparecía cuando estaba disfrutando con algo. Ese brillo que ella ya guardaba como propio, aunque no lo fuera.
Alguien suspicaz le preguntó si le pasaba algo, estaba un poco roja. Él también se interesó por su estado, y cuando se cruzaron las miradas, no hizo falta más, porque aquellos ojos color caramelo se oscurecían a pasos agigantados, más aún al encontrarse con las pupilas completamente dilatadas que el Martini y él habían conseguido en tiempo record.
Se levantó, y con la excusa de escapar del aire cargado del local, anunció su intención de salir a la calle unos minutos, ante lo cual él, galante y generoso cual caballero andante, se prestó a acompañarla. No fue necesario ni el cortés “no hace falta”, sí, hacía falta.

Cuando abrieron la primera de las dos puertas que separaban el local del exterior, ella ya tiraba de su mano con impaciencia, y ni siquiera el choque con la gélida realidad de una noche cerrada les hizo apagar lo más mínimo aquella extraña sed que se había apoderado de ellos.

No era fácil verse, entre las clases, las escapadas obligadas de algún fin de semana en casa de sus padres, la incompatibilidad absurda de horarios, y aquel acuerdo que les obligaba a frenarse cada vez que estaban acompañados, hacía casi dos semanas que no tenían un minuto para estar solos. Todo era demasiado complicado, demasiado secreto, y al mismo tiempo, era aquella peculiaridad, aquella caricia escondida al pasarse cualquier objeto insignificante, aquel roce inocente de sus cuerpos que se repetía hasta el infinito cada vez que salían, y sobre todo, ese segundo de más que duraba el abrazo de despedida, que nadie notaba, excepto ellos dos, lo que hacía de aquella situación algo tan extremadamente excitante.

Por si acaso a alguno de sus amigos se le ocurría la genial idea de ir tras ellos, y con el último atisbo de racionalidad que les quedaba en la mente, doblaron una esquina y se escondieron detrás de uno de esos recovecos que los arquitectos modernos hacen pensando, precisamente en las necesidades de jóvenes no-parejas. Ni siquiera tuvieron tiempo de confirmar que se encontraban a salvo de miradas indiscretas, pues en el momento en que la espalda de él chocó contra el frío hormigón, notó como ella le robaba el aliento, como suplía con destreza su diferencia de altura, y como sus manos buscaban cobijo bajo su cazadora, al amparo del frío, y buscando una piel que ardía.

La multitud de prendas que los dos llevaban resultaban una barrera frustrante, una muralla que los dos querían derrumbar a cualquier precio, pero no podía ser, ni allí, ni en ese momento, y aprovechándolas de alguna manera, su pasión se fue transformando en un roce de tejidos, en los que el algodón de su chaqueta se encontraba con el suave lino de la camisa de él, en el que el tacto del cuero de su cazadora parecía seda bajo las yemas de los dedos de ella, una situación en la que los vaqueros eran sus peores enemigos, luchando en una batalla perdida de antemano por acercarse más de lo que era posible.

El silencio de la noche se escuchó roto por sus fuertes respiraciones, que de vez en cuando, cuando la necesidad de aire se volvía vital, se acompasaban en un intento obligado de frenarse, de tranquilizarse, en el que sus frentes se tocaban y aquellos dos pares de ojos hablaban de todo lo que nunca se decía en voz alta.
Pero no duraba mucho tiempo, pues al momento, con suficiente oxígeno en el cuerpo, incluso parecía que demasiado en la cabeza, volvían a dejarse llevar, a juntar los labios, a explorar el interior, a besar cuellos, orejas, a cerrar los ojos, a ahogar los gemidos en suspiros.

No había sonrisas, no había tiempo para analizar, una necesidad mucho más primitiva los poseía en ese momento, ella notó la suave referencia a whisky escocés en sus labios, y por un segundo se preguntó si la dulzura del Martini habría llegado a los suyos, pero al momento aquella idea racional, aquella frase completa, se perdió en la inmensidad del universo, para volver a dar paso al torbellino de sensaciones que el momento regalaba. Una espiral ascendente en la que los dos veían peligrar su integridad física, y que se mostraba en su interior en picos de calor que llegaban y se iban sin que ella fuera capaz de agarrarlos para no dejarlos escapar.
En un momento de excitación incontrolada, en una bocanada de aire que se coló en el cuerpo de ella y la hizo estremecerse, él encontró el camino entre su ropa, y empezó a acariciar frenéticamente su espalda con las manos frías. Aquello fue demasiado para ella, que se alejó lo más que los brazos de él le dejaron, y mirándolo a los ojos, recogió toda la lógica, la racionalidad, que se había hecho pedazos alrededor de los dos.

Los dos lo notaron, se dieron cuenta al mismo tiempo de lo que pensaba el otro. Tenían que volver. Dios sabe cuánto tiempo había pasado… si se dejaban guiar por el incontable número de horas que podían pasar en la cama, a oscuras, besándose, había la posibilidad de que llevasen allí fuera toda la noche, porque el tiempo siempre desaparecía por arte de magia cuando se trataba del otro. Y tenían cuatro amigos esperando dentro, que podían ser inocentes, pero no eran idiotas.

Antes de que ella pudiera decir nada, él la apoyó sobre el pecho y verbalizó la idea que los dos tenían: “habría que ir entrando”. Ella no pudo resistir el robo de un último beso, que sólo por eso supo mucho más dulce que los demás, y con la resignación de quien se sabe obligada, volvió a aquel bar, que ahora parecía mucho más oscuro, y se sentó, asegurando que “se encontraba mucho mejor”; pero esta vez, y sin que sirviera de precedente, dejó fuera la cautela, y colocó su mano sobre la pierna que tenía al lado, mientras él, oculto por las sombras y sus cuerpos, la rodeó por la cintura, y empezó a acariciar, sin darse la menor importancia, esa línea de piel que se asomaba entre el vaquero y la camiseta.

Ninguno de los dos habló mucho más aquella noche, y si lo hacían, era más para encontrar una excusa medianamente decente para recolocarse, que por un genuino intento de aportar algo a la conversación. Por fortuna para algunos, al rato de su vuelta, alguien bostezó por primera vez, informando de que la barrera de lo nocturnamente aceptable para aquella velada estaba a punto de ser sobrepasada. No se tardó en tomar la decisión unánime de recogerse, y tras algunas complicaciones propias del final de una noche en cierto modo alcohólica, todos salieron a la calle.

Era normal que dos amigos se dieran calor mutuamente, teniendo en cuenta la temperatura, y mucho más que, los que vivían en la misma zona de la ciudad, aprovecharan cualquier oportunidad para luchar contra la crisis, así que a nadie le sorprendió, ni le dio la menor importancia, a aquella voz que dijo, en tono grave, en medio del silencio de los que se van a dormir, aquel “Nosotros nos vamos, que compartimos taxi. Buenas noches”

11.10.2008

Sesión continua

Tenía la mano apoyada en el reposabrazos. No era casual, siempre lo hacía así, esperando con impaciencia el momento en que él se atreviese a apresársela, a oscuras, como todo lo que pasaba en aquella sala anónima. Era un gesto que aún esperaba con mariposas en el estómago, por absurdo que pareciese, un gesto que siempre había significado mucho más de lo que él pensaba.
Recordaba muy bien la primera vez que le había cogido la mano a tientas, en una sala oscura. Aquella época mucho más inocente que la actual, en la que, como mucho, en dos horas llegarían, si había agallas, a entrelazar los dedos un par de veces, y en la cual, cada vez que las manos se separaban por cualquier estúpida razón, tan estúpida como un puñado de palomitas, volvía a empezar de cero la ardua tarea de recuperar el valor de tocarse.
Era extrañamente reconfortante el saber que aún tenían momentos así; que por mucho que hubieran evolucionado, por bien que conocieran ahora cada una de las curvas del cuerpo del otro, seguían titubeando a la hora de cogerse de la mano en el cine, y a la vez, era igual de reconfortante, o debiera decir, excitante, la absoluta convicción de que todo lo que ocurriera en dos horas a oscuras, no haría más que aumentar aquella impetuosa necesidad de ir un paso, o una maratón, más allá.
“Al cine se va a ver la película”. Era su frase comodín, la que le gustaba repetirse a sí misma, incluso cuando aquel pequeño demonio que parecía acompañarles siempre, le ganaba en dialéctica al ángel. Pero no iba a negar que era complicado. Que era extremadamente difícil concentrarse en cualquier tipo de guión lógico, en la sucesión de fotogramas de alta calidad, cuando aquella mano, sin soltar la suya, se acercaba para colocarse, inocentemente, sobre su muslo.
Inocentemente… sí, ya, claro. A la mierda la película. Seguro que se estaba riendo; el muy cabrón seguro que tenía esa estúpida sonrisa en la cara… y es que sabía que la tenía a su merced, sabía que la tortura no había hecho más que empezar.
Intentó mantener la mirada fija, por todos los medios, se obligó a seguir el guión, que ya se estaba haciendo extremadamente largo, mientras notaba cómo aquellas manos entrelazadas empezaban a trazar círculos apenas perceptibles que se acercaban peligrosamente a zonas prohibidas en un lugar público y en su fachada de castidad y pureza.
Se soltó, intentó que por lo menos su propia mano guardara la compostura adecuada. La devolvió al apoyabrazos, lo más inocentemente que pudo. Y en cuanto lo hizo, lo oyó, era imposible negarlo, había sido una carcajada ahogada, una risa imperceptible, que demostraba que él ya sabía que la tenía a su merced. En ese momento lo odió, y al mismo tiempo, no pudo frenar la ola de calor que le recorrió todo el cuerpo… ¿es que esa película no se iba a acabar nunca?
Pura y dulce tortura. No había otro nombre. Se inclinó hacia él, y en un susurro, su propia voz le sonó extraña, profunda, más entrecortada de lo que ella creía. “Eres… un… cabrón” Y esta vez él sonrió a sus anchas, la miró, y le demostró, con un simple gesto escondido en la oscuridad de la sala, que sí, lo era, y además, se sentía orgulloso de ello.
A la mierda, le daba igual, recordó en un segundo todas las imágenes de su infancia en el cine, en las que se había preguntado cómo la gente podía pagar por algo que no estaba viendo, y borró los cinco centímetros que separaban sus labios. Lo besó, demostrándole en un solo beso lo ¿enfadada? que estaba… enfadada… sí, claro, era exactamente lo que le estaba demostrando…
Y los papeles se cambiaron, y ella sonrió para sus adentros, recuperando la compostura, y el poder, todo al mismo tiempo… menos mal que la sabia naturaleza, por alguna razón, le había otorgado a la mujer una capacidad innata para besar. Él se deshacía, como hacía pocos minutos que lo hacía ella. Y en cuanto notó cómo la mano furtiva subía, la agarró, colocándola en el apoyabrazos, y volviéndose hacia la pantalla, la retuvo allí, prisionera.
Quizás fueron diez segundos los que tardó él en darse cuenta de que había perdido la batalla, los que tardó en relajarse, y en soltar la presión, en dejar de intentar zafarse. Diez segundos tras los cuales ella, ladeando la cabeza, acercándose, pero sin dejar de mirar la pantalla, le susurró… “Al cine se viene a ver la película”

11.06.2008

Llueve....

... y las calles están resbaladizas. Nunca me han gustado los paraguas, y en momentos como este, en los que la lluvia parece no darle tregua a la tarde, yo me escondo debajo de la capucha del abrigo. Las manos dentro de los bolsillos luchan contra el frio que parece haberse adueñado de la ciudad, y voy ganando metros mirando hacia abajo, a mis zapatos, saltado los charcos y sin pisar las líneas de las baldosas...
Es noche cerrada, y no son ni las siete de la tarde. De repente, sin avisar, como suelen venir los pequeños placeres de la vida, me llega un mensaje.
Mientras lo leo, la lluvia llena de pequeñas gotas la pantalla, pero ni la más cerrada de las tormentas logra empañar el absurdo calor que me recorre el cuerpo cuando alguien te recuerda de cierta manera.
A lo mejor a otra se le subirían los colores, pero a mí no me hace más que gracia... ay quien se encontrase este móvil así, por casualidad...