12.07.2008

Felices 21

Era una sensación extraña, tan extraña que no podía explicarse con palabras. No, espera, no era una sensación, en realidad iba descubriendo sensaciones a cada segundo. ¿Se había sentido así antes? No lo recordaba, podía ser… o no… espera… buff, era complicado pensar en un momento así. Hacía un segundo él estaba sentado, sonriendo por alguna tontería, y sólo había necesitado una excusa barata, una frase sin doble sentido aparente, para lanzarse y empezar lo que los dos sabían que llevaban toda la noche esperando. ¿Por qué seguirían negando de aquella manera que había una razón de peso para verse en ese tipo de situaciones, solos, y a horas sospechosamente oscuras?

Qué raro resultaba lo familiar que le era ya la situación. Pero no era del todo malo. Recordaba que la primera vez las sensaciones la habían desbordado, las físicas, y las emocionales. No podía ser y además era imposible… pero sí podía ser, era, de hecho, y estaba siendo.
Ahora ya no se desbordaban, sino que se sucedían de manera escalonada, haciendo subir la temperatura de aquel frío Noviembre.
Ese día él no se había afeitado, y entre la lucha de labios podía notar la aspereza de su cara, acariciando la propia. Las manos, que en anteriores encuentros habían tanteado con miedo de principiante, eran ahora expertos técnicos en el arte de tocar, y por primera vez, no cerró los ojos, se dejó llevar, y dejó que las imágenes formasen también parte de aquel encuentro, atropellado, como los otros.

Mala decisión. Lo miró, y él le devolvió la mirada, acentuada por una sonrisa que no podía describirse con otra palabra que no fuera… ¿qué palabra? Era imposible. Esa mirada que hacía que le recorriera un escalofrío, y que toda su sangre se concentrara en cierta parte de su anatomía. El corazón le latía a mil por hora, pero no podía dejar de mirarle. Resultaba embriagador, excitante como nada antes lo había sido; quería besarle, pero a la vez quería tenerle ahí, donde estaba, a menos de un metro, para poder mirarle de aquella manera toda la noche.

El sofá se les quedaba pequeño, se abrazaron, dieron vueltas en un frenesí ascendente, que por primera vez ella notaba diferente. Aquella noche era distinta… quizás la teoría del segundo beso… bueno, del beso número… no, pero no contaba más que como uno… bueno, dos… bueno…

Quería hablar, no sabía qué decir, ni por qué, no había necesidad, pero quería decirle algo. Y de su boca no salían palabras, no podía articular ningún sonido. Entendió sin que nadie se lo explicara que ese era un paso que aún no había dado. Hoy tocaba abrir los ojos, el habla vendría en un futuro no muy lejano. Así que los abrió, lo vio, y por primera vez se atrevió también a mirarle. A mirarle las manos, huesudas, a mirarle aquel pecho desnudo que parecía sacado de contexto, y es que los torsos sólo eran un concepto abstracto de los libros de anatomía…, a subir por el cuello, y llegar a aquella cara, a aquella mirada que aún no podía sostener… esos ojos que, en cuanto la miraban, la obligaban a esconderse en un beso.

Y lo besó, con todo el cuidado y el cariño que era capaz de expresar, sin palabras mucho más que con ellas. Estaban en terreno pantanoso, en esa situación de amigos que de vez en cuando tenían encuentros de lo más inconfesables, y lo más inconfesable era la sensación de vacío que ella sentía cada vez que no estaba junto a él.
Así que ella lo acarició, lo miró, nunca a los ojos, para no descubrirse, para que él no leyera en ellos que para ella aquello significaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Pero los dos querían más. Había pasado demasiado tiempo relativo, aunque solo llevasen un puñado de encuentros, todo se sucedía a una velocidad de vértigo, la única que no les resultaba demasiado lenta.
Aún había risas de principiante, la pinza se enganchaba en el pelo, y la camisa no se desabrochaba por delante. Las manos aún jugaban, aún se equivocaban, aún eran torpes, pero ya no temblaban lo más mínimo. Y es que ya estaban cómodos, no había hecho falta más, en ese momento confiaban plenamente el uno en el otro.

Las prendas volaban, y la desnudez de los cuerpos llegó atropellada, mucho más rápido que otras veces, sin escondites, sin vergüenzas. No sabían cómo habían llegado hasta el dormitorio, y ahora eran las sábanas las que envolvían las respiraciones erráticas, los sonidos que en cualquier otra situación habrían resultado incluso desagradables, y que ahora no hacían más que acentuar la necesidad de que centímetro a centímetro, sus dos cuerpos se tocasen.

11.14.2008

Noche

El humo del tabaco siempre le había resultado increíblemente molesto; no solo le irritaba los ojos y la garganta, sino que imponía en el ambiente de cualquier reunión una película borrosa que parecía pegarse a la piel, que indudablemente mañana estaría impregnando los vaqueros y la camiseta, y que incluso parecía nublar la mente de todos los allí reunidos.

Estaba siendo una buena noche, era agradable salir con tu grupo de gente, sin preocupaciones, sin ganas de pensar más allá de lo estrictamente necesario, y al mismo tiempo, enfrascándose en conversaciones trascendentales que en circunstancias normales habrían resultado ininteligibles para gran parte de la mesa. Tras la cena, se habían trasladado a aquel bar nuevo, al menos para ella, en el que reinaba un ambiente cuando menos curioso; la decoración recordaba a un moderno baudelaire, con arañas de plástico transparente que colgaban en un espacio completamente negro, paredes y suelo, con solo cierta filigrana blanca en las paredes, y aquellas mesas contorneadas en torno a las cuales se organizaban sofás, sillones, sillas con respaldo, en incluso algún que otro taburete. La música acompañaba, y una pieza tras otra, la improvisación de un cuarteto de jazz se dejaba colar a través del hilo musical.

Mientras reía alguna de las muchas tonterías que se estaban diciendo, se llevó a los labios su Martini, solo, con el hielo en el punto justo para no resultar aguado, la primera vez que se lo habían puesto en un vaso largo. Adoraba aquel sabor dulce, embriagador, que le traía tantos recuerdos que aparecían cuando tomaba el primer trago, y olvidaba en el momento en que se bebía el último sorbo.
Se giró y observó el ambiente del bar: aquí un grupo de jóvenes que parecía que acababan de salir de trabajar (¿a las dos de la mañana?) todos con su traje, su camisa abierta, y la corbata desaparecida. Reían, se gritaban los unos a los otros, y de vez en cuando miraban a alguna de las chicas que, en grupos más pequeños, o en parejas, pasaban bastante de aquellos pobres… en aquella otra esquina, una pareja con claras intenciones de acercamiento, ella tocándose el pelo, acercándose lo más posible a él, sonriendo, de manera incluso absurda, y con una absoluta desesperación ante lo que parecía total ceguera por parte de su acompañante, allí, un hombre de mediana edad…

No pegó un chillido, como hubiera sido natural en ella, porque algo en su interior se lo impidió, pero no pudo reprimir un respingo de sorpresa, y un rápido giro de cabeza hacia la izquierda. Cuando se habían sentado juntos en el sofá, quieras que no, no lo habían hecho casualmente, estaba claro que a la suerte había que echarle una mano. Pero al mismo tiempo, si tratabas de esconder una relación al resto del grupo, no era de mucha ayuda el aprovechar la coyuntura para meter mano por debajo de una mesa, donde había cuatro pares de piernas más.
Habían empezado, dios sabe por qué, de una manera completamente casual, inocente, y continuado de la misma forma, por lo menos en lo que a casual se refería. Había sido una tarde, después de una larga juerga de todo el grupo, cuando él la había acompañado, como buen amigo, hasta casa, y un malentendido a la hora de despedirse había dado paso al primer beso, y luego a la primera caricia, y después a las primeras prisas, al ansia, y a partir de ahí, a todo lo demás.
Pero nadie lo sabía, era mejor así. Si apenas ellos empezaban a explorar los extraños caminos de aquella no-relación, poner al corriente al público general ni se pasaba por la cabeza.

Y allí estaba él, con toda su cara, esa que en el fondo lo hacía tan extremadamente apetecible, por debajo de la mesa, haciendo que los dedos de los pies de ella se contorsionaran, y que la mano que agarraba la copa temblara hasta el límite de hacer peligrar la integridad de sus vaqueros. Y hablando, sin siquiera mirarla, charlando relajadamente con el resto, y solo delatado por aquel brillo en los ojos que aparecía cuando estaba disfrutando con algo. Ese brillo que ella ya guardaba como propio, aunque no lo fuera.
Alguien suspicaz le preguntó si le pasaba algo, estaba un poco roja. Él también se interesó por su estado, y cuando se cruzaron las miradas, no hizo falta más, porque aquellos ojos color caramelo se oscurecían a pasos agigantados, más aún al encontrarse con las pupilas completamente dilatadas que el Martini y él habían conseguido en tiempo record.
Se levantó, y con la excusa de escapar del aire cargado del local, anunció su intención de salir a la calle unos minutos, ante lo cual él, galante y generoso cual caballero andante, se prestó a acompañarla. No fue necesario ni el cortés “no hace falta”, sí, hacía falta.

Cuando abrieron la primera de las dos puertas que separaban el local del exterior, ella ya tiraba de su mano con impaciencia, y ni siquiera el choque con la gélida realidad de una noche cerrada les hizo apagar lo más mínimo aquella extraña sed que se había apoderado de ellos.

No era fácil verse, entre las clases, las escapadas obligadas de algún fin de semana en casa de sus padres, la incompatibilidad absurda de horarios, y aquel acuerdo que les obligaba a frenarse cada vez que estaban acompañados, hacía casi dos semanas que no tenían un minuto para estar solos. Todo era demasiado complicado, demasiado secreto, y al mismo tiempo, era aquella peculiaridad, aquella caricia escondida al pasarse cualquier objeto insignificante, aquel roce inocente de sus cuerpos que se repetía hasta el infinito cada vez que salían, y sobre todo, ese segundo de más que duraba el abrazo de despedida, que nadie notaba, excepto ellos dos, lo que hacía de aquella situación algo tan extremadamente excitante.

Por si acaso a alguno de sus amigos se le ocurría la genial idea de ir tras ellos, y con el último atisbo de racionalidad que les quedaba en la mente, doblaron una esquina y se escondieron detrás de uno de esos recovecos que los arquitectos modernos hacen pensando, precisamente en las necesidades de jóvenes no-parejas. Ni siquiera tuvieron tiempo de confirmar que se encontraban a salvo de miradas indiscretas, pues en el momento en que la espalda de él chocó contra el frío hormigón, notó como ella le robaba el aliento, como suplía con destreza su diferencia de altura, y como sus manos buscaban cobijo bajo su cazadora, al amparo del frío, y buscando una piel que ardía.

La multitud de prendas que los dos llevaban resultaban una barrera frustrante, una muralla que los dos querían derrumbar a cualquier precio, pero no podía ser, ni allí, ni en ese momento, y aprovechándolas de alguna manera, su pasión se fue transformando en un roce de tejidos, en los que el algodón de su chaqueta se encontraba con el suave lino de la camisa de él, en el que el tacto del cuero de su cazadora parecía seda bajo las yemas de los dedos de ella, una situación en la que los vaqueros eran sus peores enemigos, luchando en una batalla perdida de antemano por acercarse más de lo que era posible.

El silencio de la noche se escuchó roto por sus fuertes respiraciones, que de vez en cuando, cuando la necesidad de aire se volvía vital, se acompasaban en un intento obligado de frenarse, de tranquilizarse, en el que sus frentes se tocaban y aquellos dos pares de ojos hablaban de todo lo que nunca se decía en voz alta.
Pero no duraba mucho tiempo, pues al momento, con suficiente oxígeno en el cuerpo, incluso parecía que demasiado en la cabeza, volvían a dejarse llevar, a juntar los labios, a explorar el interior, a besar cuellos, orejas, a cerrar los ojos, a ahogar los gemidos en suspiros.

No había sonrisas, no había tiempo para analizar, una necesidad mucho más primitiva los poseía en ese momento, ella notó la suave referencia a whisky escocés en sus labios, y por un segundo se preguntó si la dulzura del Martini habría llegado a los suyos, pero al momento aquella idea racional, aquella frase completa, se perdió en la inmensidad del universo, para volver a dar paso al torbellino de sensaciones que el momento regalaba. Una espiral ascendente en la que los dos veían peligrar su integridad física, y que se mostraba en su interior en picos de calor que llegaban y se iban sin que ella fuera capaz de agarrarlos para no dejarlos escapar.
En un momento de excitación incontrolada, en una bocanada de aire que se coló en el cuerpo de ella y la hizo estremecerse, él encontró el camino entre su ropa, y empezó a acariciar frenéticamente su espalda con las manos frías. Aquello fue demasiado para ella, que se alejó lo más que los brazos de él le dejaron, y mirándolo a los ojos, recogió toda la lógica, la racionalidad, que se había hecho pedazos alrededor de los dos.

Los dos lo notaron, se dieron cuenta al mismo tiempo de lo que pensaba el otro. Tenían que volver. Dios sabe cuánto tiempo había pasado… si se dejaban guiar por el incontable número de horas que podían pasar en la cama, a oscuras, besándose, había la posibilidad de que llevasen allí fuera toda la noche, porque el tiempo siempre desaparecía por arte de magia cuando se trataba del otro. Y tenían cuatro amigos esperando dentro, que podían ser inocentes, pero no eran idiotas.

Antes de que ella pudiera decir nada, él la apoyó sobre el pecho y verbalizó la idea que los dos tenían: “habría que ir entrando”. Ella no pudo resistir el robo de un último beso, que sólo por eso supo mucho más dulce que los demás, y con la resignación de quien se sabe obligada, volvió a aquel bar, que ahora parecía mucho más oscuro, y se sentó, asegurando que “se encontraba mucho mejor”; pero esta vez, y sin que sirviera de precedente, dejó fuera la cautela, y colocó su mano sobre la pierna que tenía al lado, mientras él, oculto por las sombras y sus cuerpos, la rodeó por la cintura, y empezó a acariciar, sin darse la menor importancia, esa línea de piel que se asomaba entre el vaquero y la camiseta.

Ninguno de los dos habló mucho más aquella noche, y si lo hacían, era más para encontrar una excusa medianamente decente para recolocarse, que por un genuino intento de aportar algo a la conversación. Por fortuna para algunos, al rato de su vuelta, alguien bostezó por primera vez, informando de que la barrera de lo nocturnamente aceptable para aquella velada estaba a punto de ser sobrepasada. No se tardó en tomar la decisión unánime de recogerse, y tras algunas complicaciones propias del final de una noche en cierto modo alcohólica, todos salieron a la calle.

Era normal que dos amigos se dieran calor mutuamente, teniendo en cuenta la temperatura, y mucho más que, los que vivían en la misma zona de la ciudad, aprovecharan cualquier oportunidad para luchar contra la crisis, así que a nadie le sorprendió, ni le dio la menor importancia, a aquella voz que dijo, en tono grave, en medio del silencio de los que se van a dormir, aquel “Nosotros nos vamos, que compartimos taxi. Buenas noches”

11.10.2008

Sesión continua

Tenía la mano apoyada en el reposabrazos. No era casual, siempre lo hacía así, esperando con impaciencia el momento en que él se atreviese a apresársela, a oscuras, como todo lo que pasaba en aquella sala anónima. Era un gesto que aún esperaba con mariposas en el estómago, por absurdo que pareciese, un gesto que siempre había significado mucho más de lo que él pensaba.
Recordaba muy bien la primera vez que le había cogido la mano a tientas, en una sala oscura. Aquella época mucho más inocente que la actual, en la que, como mucho, en dos horas llegarían, si había agallas, a entrelazar los dedos un par de veces, y en la cual, cada vez que las manos se separaban por cualquier estúpida razón, tan estúpida como un puñado de palomitas, volvía a empezar de cero la ardua tarea de recuperar el valor de tocarse.
Era extrañamente reconfortante el saber que aún tenían momentos así; que por mucho que hubieran evolucionado, por bien que conocieran ahora cada una de las curvas del cuerpo del otro, seguían titubeando a la hora de cogerse de la mano en el cine, y a la vez, era igual de reconfortante, o debiera decir, excitante, la absoluta convicción de que todo lo que ocurriera en dos horas a oscuras, no haría más que aumentar aquella impetuosa necesidad de ir un paso, o una maratón, más allá.
“Al cine se va a ver la película”. Era su frase comodín, la que le gustaba repetirse a sí misma, incluso cuando aquel pequeño demonio que parecía acompañarles siempre, le ganaba en dialéctica al ángel. Pero no iba a negar que era complicado. Que era extremadamente difícil concentrarse en cualquier tipo de guión lógico, en la sucesión de fotogramas de alta calidad, cuando aquella mano, sin soltar la suya, se acercaba para colocarse, inocentemente, sobre su muslo.
Inocentemente… sí, ya, claro. A la mierda la película. Seguro que se estaba riendo; el muy cabrón seguro que tenía esa estúpida sonrisa en la cara… y es que sabía que la tenía a su merced, sabía que la tortura no había hecho más que empezar.
Intentó mantener la mirada fija, por todos los medios, se obligó a seguir el guión, que ya se estaba haciendo extremadamente largo, mientras notaba cómo aquellas manos entrelazadas empezaban a trazar círculos apenas perceptibles que se acercaban peligrosamente a zonas prohibidas en un lugar público y en su fachada de castidad y pureza.
Se soltó, intentó que por lo menos su propia mano guardara la compostura adecuada. La devolvió al apoyabrazos, lo más inocentemente que pudo. Y en cuanto lo hizo, lo oyó, era imposible negarlo, había sido una carcajada ahogada, una risa imperceptible, que demostraba que él ya sabía que la tenía a su merced. En ese momento lo odió, y al mismo tiempo, no pudo frenar la ola de calor que le recorrió todo el cuerpo… ¿es que esa película no se iba a acabar nunca?
Pura y dulce tortura. No había otro nombre. Se inclinó hacia él, y en un susurro, su propia voz le sonó extraña, profunda, más entrecortada de lo que ella creía. “Eres… un… cabrón” Y esta vez él sonrió a sus anchas, la miró, y le demostró, con un simple gesto escondido en la oscuridad de la sala, que sí, lo era, y además, se sentía orgulloso de ello.
A la mierda, le daba igual, recordó en un segundo todas las imágenes de su infancia en el cine, en las que se había preguntado cómo la gente podía pagar por algo que no estaba viendo, y borró los cinco centímetros que separaban sus labios. Lo besó, demostrándole en un solo beso lo ¿enfadada? que estaba… enfadada… sí, claro, era exactamente lo que le estaba demostrando…
Y los papeles se cambiaron, y ella sonrió para sus adentros, recuperando la compostura, y el poder, todo al mismo tiempo… menos mal que la sabia naturaleza, por alguna razón, le había otorgado a la mujer una capacidad innata para besar. Él se deshacía, como hacía pocos minutos que lo hacía ella. Y en cuanto notó cómo la mano furtiva subía, la agarró, colocándola en el apoyabrazos, y volviéndose hacia la pantalla, la retuvo allí, prisionera.
Quizás fueron diez segundos los que tardó él en darse cuenta de que había perdido la batalla, los que tardó en relajarse, y en soltar la presión, en dejar de intentar zafarse. Diez segundos tras los cuales ella, ladeando la cabeza, acercándose, pero sin dejar de mirar la pantalla, le susurró… “Al cine se viene a ver la película”

11.06.2008

Llueve....

... y las calles están resbaladizas. Nunca me han gustado los paraguas, y en momentos como este, en los que la lluvia parece no darle tregua a la tarde, yo me escondo debajo de la capucha del abrigo. Las manos dentro de los bolsillos luchan contra el frio que parece haberse adueñado de la ciudad, y voy ganando metros mirando hacia abajo, a mis zapatos, saltado los charcos y sin pisar las líneas de las baldosas...
Es noche cerrada, y no son ni las siete de la tarde. De repente, sin avisar, como suelen venir los pequeños placeres de la vida, me llega un mensaje.
Mientras lo leo, la lluvia llena de pequeñas gotas la pantalla, pero ni la más cerrada de las tormentas logra empañar el absurdo calor que me recorre el cuerpo cuando alguien te recuerda de cierta manera.
A lo mejor a otra se le subirían los colores, pero a mí no me hace más que gracia... ay quien se encontrase este móvil así, por casualidad...

10.26.2008

Querida Nadie:

no sabes bien la fuerza que me das; no lo sabes, ni lo sabrás nunca, pero quiero decírtelo, aunque sin hacerlo. Eres lo único que me hace agarrarme al mundo en este momento, lo único que me hace seguir avanzando, levantarme cada mañana, para hablar contigo cada noche.
A lo mejor es el tiempo, quizás esta lluvia infernal que cae imparable al otro lado de la ventana, que pinta de gris esta ciudad que me es tan poco familiar, quizás es que eres lo único que parece seguir uniéndome a ese otro lugar, en el que el sol brilla como si fuera dueño de todo lo que baña la luz.

Hacía mucho tiempo que no me sentía así con alguien, hasta me atrevería a decir que eres la primera persona que lo logra... y no lo sabes. Para tí, seguramente sólo soy un amigo más, pero tú para mí eres, ahora mismo, lo único que tiene verdadera importancia.

Echo de menos tu sonrisa, ese gesto absurdo de retirarte el pelo de la cara, que volvía a caerte al segundo, la mirada pícara con la que me saludabas, y la sensación de calidez que encerraba cada gesto. Esos gestos que llevo demasiado tiempo sin ver.
Pero a la vez, de una manera absurda, me encanta tenerte tan lejos, y a la vez tan cerca... es como si cada kilómetro que nos separa se hubiese puesto a nuestro favor, acercándonos mucho más, y eso no lo cambiaría por nada.

Pero tú no lo sabes, y no lo sabrás nunca, porque soy demasiado miedoso para decirte nada, porque es imposible que me tomes en serio, y porque estas cosas nunca salen bien. Así que, por ahora, y hasta que tú me dejes, me seguiré conformando con hablar contigo cada noche, con esperar con el corazón en un puño y una incertidumbre agobiante que aparezcas como por arte de magia, seguiré resignándome a no cruzar más que palabras, y a encerrar en veladas metáforas todo aquello que los dos sabemos, y que nunca, jamás, nos atreveremos a decir.
De todo corazón,

un amigo.

10.23.2008

Ocaso

Es una ceremonia, una coreografía que ha de salir perfecta cada vez que se presenta. Apenas tengo espacio, los pasillos están llenos, pero no intento frenar la absurda necesidad de traérmelo a casa, sé que no podría.
Es curioso como en un piso tan pequeño pueden caber tantas historias. Aún me quedan horas de sol, todavía puedo aprovechar la luz un rato. Por lo menos para la introducción...
Y sin quererlo, o mejor dicho, exactamente como quiero, me vuelve a hipnotizar. Paso páginas sin darme cuenta, mientras corren los minutos, en una espiral de esas que sólo te dan las grandes historias, y que borran la realidad, para hacerte creer únicamente en la que está escrita.
Se enciende la luz, y levanto la vista. Desde el marco de la puerta, él me mira, sonriendo, con esa cara que ya sólo refleja resignación.
- Te terminarás quedando ciega...

10.11.2008

Y más besos...

Cuando algo ya ha pasado, está ahí, innegable, permanente, esperando con una sonrisa malévola el momento perfecto para saltarte encima, exactamente lo mismo que estaba haciendo él esa noche.
Habíamos quedado para tomar una cerveza, pero los dos sabíamos que aquello no podía ser más que una excusa. Cada vez que un botellín tocaba nuestros labios, ya fueran los de él o los míos, no podíamos reprimir una sonrisa "sé que me estás mirando, y sé perfectamente lo que estás pensando, porque yo también lo pienso"

Al principio, como para fingir que no teníamos ni idea de qué hacíamos allí, hablamos, un poco, de temas absurdos, de gente que en aquel momento había dejado de tener importancia, y que seguro que no la volvería a tener hasta bien entrada la madrugada, o que quizás ya nunca volvería a tenerla.
En aquel tugurio había el suficiente ruido para hablarse a gritos, y tener la seguridad de que las palabras serían enmascaradas, pero hacía rato que ninguno de los dos decía nada, y todo lo que salía de sus ojos, y supongo que de los míos, se oía como un grito en medio del desierto.

No sabría decir quién dio el primer paso, sólo recuerdo su mano en mi espalda y el escalofrío que la recorrió mientras pagábamos, y aquella especie de carrera absurda, andando tranquilamente, como si ninguno tuviera prisa, hasta mi portal.

Cuando llegamos, busqué el manojo de llaves dentro del bolso. Era gracioso ver cómo lo que buscas es siempre lo último en aparecer. Y además en aquella ocasión, con su aliento en mi nuca, y la seguridad de tenerle a cinco centímetros de distancia, a la llave, cómo no, no le daba la gana de aparecer.
No era tan complicado, la tenía, y al final, sin mirarle ni un solo segundo, subí las escaleras del portal y llamé al ascensor. Era absurdo cómo no podía mirarle a la cara. Aquella timidez estúpida que seguía persiguiéndome en los momentos más inoportunos, volvió a paralizarme el cuerpo, mientras yo no hacía nada por evitarlo. Hacía menos de diez minutos estaba lanzándole todas las indirectas del mundo, y ahora, de repente, no podía ni girarme.
Pero los ascensores son muy traicioneros, y están llenos de espejos. En el momento en que mi mirada se fijó en sus ojos, que me excrutaban, como lo habían hecho toda la noche a través del humo, me dí la vuelta, y al segundo, ya tenía sus labios sobre los míos. Lo mejor que le puede pasar a alguien como yo, es que se lo den todo hecho...

No sabía si le había dado al botón, pero el ascensor se cerró y empezó a subir. Como si de dos adolescentes enfervorizados nos tratásemos, cuatro manos no eran suficientes para explorar tanta piel. El aire nos faltaba en los pulmones, pero por nada del mundo hubiéramos dejado en aquel momento de explorar nuestras bocas. Los pisos se sucedían a toda velocidad, y demasiado lentamente, como una enorme paradoja, y mis sentidos eran incapaces de controlar tantas sensaciones: la suavidad de su camisa, el áspero tacto de aquella cara, la humedad de los besos que, si entre nosotros eran casi una novedad, parecían haber sido ensayados hasta la saciedad, sus manos abriéndose paso por debajo de la blusa, con intenciones inequívocas de explorar el interior de los vaqueros, pero con esa mínima cordura del que no quería llevarse un bofetón en el momento más inoportuno...

Y el ascensor dio un tumbo, y las puertas se abrieron, y sin saber muy bien si a nuestro pesar o no, salimos, esta vez ya con las llaves a mano, en el bolsillo; pero sin la cordura que me había dejado abajo en el portal, intenté abrir a tientas aquella cerradura absurda.
Estaba oscuro, lo propio a esas horas de la madrugada, pero la contaminación lumínica que se colaba por el ventanuco del descansillo, las prisas, y la enajenación del momento, nos hicieron incapaces a ninguno de los dos de movernos tres metros hasta el interruptor de la luz. No, yo seguía peleándome con la cerradura, y él, siempre tan servicial, me ayudaba en tan ardua tarea distrayendo mis ya mermados sentidos con sus manos bajo la blusa, y aquellos besos en el cuello que cualquiera que me conociera sabía que me dejaban fuera de combate.
"Estúpida cerradura" Apenas podía mantener la concentración, y la opción de olvidar la tarea entre manos, se abría paso en la neblina que rodeaba en esos momentos mi mente.
Pero por la razón que fuera, la llave entró, y tras un giro rápido de muñeca, se abrió la puerta, obligándonos a entrar en el piso, y dejando la poca cordura que nos quedaba, al otro lado de un portazo, que resonó en todo el edificio.

10.05.2008

Besos

Se dio cuenta de que había crecido cuando el beso sólo le supo a beso, cuando con él no llegó ningún tipo de angustia, ni de esperanza absurda en que aquello pudiera convertirse en nada más. Era un beso, y luego otro, y luego otro, y luego otro. Parecía que no lo hacía mal, de hecho le estaba gustando incluso un poco más de la cuenta.

No podía negarlo, cada poco la lógica se quería colar en su cabeza. La lógica la quería obligar a escapar, quería forzarla a parar, sin siquiera tenía una puerta tras la que esconderse... pero esta vez, por mucho que dijera la lógica, no pensaba hacerle caso. Cada vez que la lógica llegaba, ella la hacía escapar corriendo con otro beso.

Las cosas se veían mucho más claras sólo porque ella quería verlas claras; la problemática adolescente desapareció cuando se dio cuenta de que era ficticia, y no era dificil dejar a un lado toda esa angustia de quinceañera, de hecho, cuanto más le besaba, más veía que aquello era precisamente lo que quería.

Estaba ya cansada de ser la niña buena del cuento. No era tan buena como la gente se pensaba, es más, empezaba a ver que ni siquiera era tan buena como ella misma creía, y paradógicamente, eso aún le llenaba más el estómago de una sensación indefiniblemente cálida.

Era consciente del cambio que significaba cada gesto, de que estaba dejándose llevar, estaba haciendo aquello que él le había pedido durante toda la noche: estaba siendo ella misma. Y por una vez, dejó la mente en blanco, y se dejó llevar por las sensaciones, por las sonrisas, por los juegos absurdos, y por uno de los grandes descubrimientos de la noche: los besos que te niegas a dar, son mucho más dulces cuando consiguen dártelos.

9.06.2008

Amanece

La luz se colaba entre las delgadas líneas de la veneciana, lo suficiente como para molestar el sueño de ella, y acariciar la espalda de él. Era gracioso pensar en cuántas cosas parecía últimamente que seguían el mismo patrón: el de importunar a una y agradar al otro.
No quería abrir los ojos, pero sabía que ya no podía dormir más, así que se mentalizó para el choque frontal que sufrirían sus cansadas pupilas, y se encontró de frente con él, respirando pausadamente, con una cadencia que mostraba que estaba completamente dormido.
Ella lo miró, muy de cerca. Lo miró como lo llevaba mirando desde hacía años, o quizás, de una manera totalmente distinta. Se conocían desde hacía tanto... aunque no así, no a diez centímetros; y observando su cara, recorriendo sus facciones, se dio cuenta de que, en realidad, apenas se conocían.
Desde que habían cambiado el rumbo, desde que aquella amistad se había convertido en algo más, las diferencias se habían acentuado mucho, como sin querer, como si alguien les estuviera intentando decir que se frenaran, que recularan, que volvieran al bastión seguro del amor platónico.
Él no era tan maravilloso, ni ella tan perfecta. A cada paso se encontraban boquetes, charcos, y cada poco, después de una mala contestación, de una despedida gris, de un deseo que no se cumplía, el fantasma de la duda le susurraba al oído que aquel no era su príncipe, que tenía que seguir buscando, que si se conformaba, el verdadero pasaría de largo, y ella ni se daría cuenta, por tener sólo ojos para aquel que ahora tenía delante.

Y aún así, siguió mirándole, y empezó a ver otras cosas. Empezó a recordar todos los pequeños gestos que hacían olvidar semanas de dudas; empezó a sentir ese cosquilleo que aún volvía en el momento justo antes de darle un beso, empezó a sonreír al ver cómo se movía el vello de su pecho, sólo por la suave brisa que salía de sus respiraciones entremezcladas. Y sintió el calor de la mano que reposaba en su cintura, y la paz que la envolvía cuando estaba entre sus brazos.

Y volvió a cerrar los ojos, y cogió aire, y lo soltó en un suspiro, y notó como él la agarraba con más fuerza, apenas perceptible, y cuando abrió los ojos, se encontró con los de él, mirándola, así, de aquella manera, imposible de leer, pero que decía más que mil palabras.

-Buenos días...

1.12.2008

Cielos de Londres

Cuando bajó del avión lo supo: supo que aquel escalofrío que le había recorrido el cuerpo, esa humedad que se estaba asentando en cada uno de sus huesos, no desaparecería hasta que volviese a casa.
Por delante se extendía el largo pasillo, largo como los meses que tendría que estar allí, en un mundo que por ahora era extraño, pero que pronto se convertiría, quizás a su pesar, en el suyo propio.
Volvió la cabeza, y vio todo lo que dejaba atrás: vio los cielos azules, los blancos edificios donde el sol se reflejaba, vio el coche rojo, destartalado, la cama deshecha, la luz encendida... pero sobre todo, vio a su gente, a aquellos que en tres años, o quizás en 15 días, se habían hecho un hueco en su vida. Pensó en la extraña situación que dejaba, en esos ojos marrones, quién supiera a quién pertenecían, en lo que había pasado sólo dos días antes, en su extraña manía de huir cada vez que su vida se ponía interesante.
Y miró hacia delante, y solo se encontró un estúpido pasillo, de plástico desgastado, decadente, con moqueta gris plagada de manchas de humedad por la que corrían a toda velocidad los demás pasajeros, tirando de sus maletas de mano, como si hubiese realmente una meta a la que llegar antes que el resto.

Respira, ya queda menos