1.25.2009

Noches de vino y rosas

Las botellas de vino no duran indefinidamente, y cada vez que tú y yo abrimos una, parece incluso que duran menos de lo normal. Me río al vaciar las últimas gotas, y pienso, como siempre, que tenía que haber comprado dos…
Me gusta que vengas a cenar, son momentos absurdamente nuestros los que pasamos sentados uno frente al otro, hablando de trivialidades, o de cosas serias, dependiendo de cómo se dé la noche. Ni tú ni yo, por mucho que los dos disfrutemos de una buena cena, necesitamos la parafernalia de plato grande y comida pequeña para sentirnos completamente llenos, y estos momentos de escapar del resto del mundo, de olvidarnos de todo lo que hay más allá de la puerta, nos resultan tan placenteros como un restaurante de cuatro tenedores.

Levanto la vista, y me encuentro con tus ojos, que me devuelven la sonrisa que no sabía que estaba dibujando en mi cara. Es una sensación extraña, ésta de una tranquilidad absoluta, de una confianza propia de dos amigos que se conocen muy bien… los dos sabemos que demasiado bien. Y seguramente, un espectador ajeno, no sería capaz de captar las sutiles frases con doble sentido que se intercalan durante toda la noche entre la ensalada y el humeante plato de pasta. Una sonrisa aquí, un comentario allá, y los dos obviándolos como si fueran lo más natural del mundo... ¿y es que acaso no lo son?

Sé que la cena es sólo la excusa, sólo el comienzo de una noche muy larga, pero no por eso la disfruto menos; cuando estás a gusto, hasta la comida parece que sabe mejor… pero también el tiempo es el enemigo en esta ocasión, como siempre que nos vemos, y cuando queremos darnos cuenta, delante de nosotros sólo quedan dos vasos a medio vaciar de Rioja (tengo que comprar un par de copas ya) y un intento de postre que pretende endulzar un poco el momento…
Valiente estupidez, no es al postre al que le toca ese papel, y este encuentro, como cualquiera de los que se han venido sucediendo en los últimos meses, no busca ser dulce… ¿o… quizás es lo único que busca?

Hay un momento en la noche, en que me embarga la duda… y no es porque no quiera estar aquí, no es porque no quiera hacer exactamente lo que estoy haciendo, aunque tú no lo creas, sino que es algo mucho más absurdo, mucho más humano, mucho más simple: me cuesta aceptarlo, siempre me es complicado empezar; sigo sin entender qué haces aquí, qué te impulsa a venir a verme, y qué ves que te hace quedarte toda la noche. No puedo entenderte, pero tampoco quiero hacerlo.
Nos movemos al sofá, ya sin vasos… ¿para qué? La primera noche, aún podíamos echarle la culpa al vino y a la cerveza… ahora sólo nos podemos echar la culpa a nosotros mismos…

Me encanta cuando te ríes de esa manera… me resulta… ¿lo diré? Extremadamente excitante la media sonrisa que me confirma cuál va a ser tu siguiente paso. Y te acercas, no me fallas, como llevas sin fallarme todo este tiempo; y es que ya te sabes la lección, ya sabes que me cuesta empezar, que no soy capaz de lanzarme al vacío, por mucho que sepa que tengo unos brazos esperándome abajo. Y me besas.
Por muchos que nos hayamos dado, el primer beso de la noche siempre es el mejor, el que se espera con más impaciencia, en el que saborear ese fruto que no se puede conseguir así como así en el supermercado. La delicatesen a la que me estás haciendo adicta.

Y lo mejor, es que después del primero, la inocencia sale por la ventana, y me da exactamente igual lo que vayas a pensar de mí, ja, como que no me has visto ya en situaciones mucho más embarazosas… Hoy, no sé por qué, me apetece, y sin pensar si lo he visto en alguna película, o es simplemente el instinto el que me guía, me siento a horcajadas mirándote a la cara, y empiezo a contar desabrochando los botones de tu camisa: uno, dos, tres, cuatro… mientras de vez en cuando, una de tus manos intenta desabrochar el primero de la mía, llevándose un manotazo y una mirada de reprobación.
Te miro, se acabó la inocencia de hace un rato, ya no somos los que éramos, ya nos hemos convertido en esas otras dos personas, las que sólo aparecen a veces, las que nos obligan a hacer cosas que no creeríamos capaces, las personas que tienen al ángel y al diablo diciéndoles exactamente lo mismo.
Me encanta que lleves el pelo un poco largo, me recorre una corriente eléctrica difícil de explicar cada vez que mis manos agarran cada mechón, mientras busco desesperada cada uno de los mil sabores que me regala tu boca. En estos momentos me gustaría no tener que respirar, poder estar besándote durante horas, sin separarnos lo más mínimo.
Y me muevo, y sonrío cuando oigo entre besos uno de tus suspiros…los vaqueros pueden ser un fastidio, pero en ocasiones resultan de lo más intensos, porque así, según estamos, y por mucho que nos separen dos telas de grosor considerable, puedo sentir perfectamente lo loco que te estoy volviendo, y estoy segura de que tú notas la diferencia de temperatura que me baja por el torso y me sube por las piernas.

Y esa es la señal que mi mente ¿o es mi cuerpo? Está esperando, la que me hace quitarte la camisa, y la camiseta, la que hace que recorra tu torso con mis manos, y que me porte un poco mal cuando te quito el cinturón… vamos, es el único momento en el que puedo ser tan mala como quiera… ¿me vas a quitar esa satisfacción?
Pero te gusta, me lo dices sin hablar, y yo sonrío, sin saber cómo exactamente, pero de una manera especial, y tus brazos que de repente me rodean y me atraen aún más hacia ti, y en ese momento me siento poderosa, te tengo a mi merced… debería practicar más esa sonrisa…

Y yo sigo vestida, con todos los botones cerrados, y con prohibición expresa de que tus manos recorran más allá de lo bíblicamente permitido… y me encanta… es una sensación de poder que nunca antes había experimentado, y que llega a su más alta cumbre cuando tú, muy bajito, como si hubiese alguien que pudiese escucharnos, me dices al oído “Vámonos a la habitación”

Menos mal que el piso no es muy grande, porque ahora mismo, la verdad, me importa poco dónde estemos, si en el sofá, en la cama, o en un rincón en el suelo, sólo sé que yo estoy vestida, y a ti apenas te quedan los vaqueros puestos… Y no sé por qué o por qué no, pero eso me pone a mil.

Entre besos llegamos a la habitación, yo aún con la sensación de poder que tenía en el sofá, pero… ¿cómo puedo seguir cayendo? ¿cómo es posible que no haya adivinado tus intenciones? Me he dejado arrastrar, y ahora eres tú el que tienes la ventaja. No te gusta estar mucho tiempo por debajo, como nos pasa a todos, nuestra última intención es siempre tener el poder, y hay una realidad que es indiscutible: soy demasiado frágil para luchar contra ti.

De repente me encuentro tirada en la cama, boca arriba, con tu maldita sonrisa hipnotizándome, mis piernas apresadas entre las tuyas, y la resignación de quien sabe que ha perdido esta batalla, intento por un segundo, zafarme, luchar porque tus manos no lleguen a mi pecho, pero es inútil, después de un segundo, ni siquiera tienes que sujetarme las manos mientras me desabrochas uno a uno los botones de la camisa. Creo que está siendo el mejor momento de lo que llevamos de noche.
Y en un segundo, como por arte de magia, la camisa vuela, y recorres, como haces siempre, en un gesto que secretamente yo espero en cada encuentro, el contorno del sujetador mientras me miras desde lo alto.

Te gusta, y yo te dejo, observarme así, sin hacer nada, y siempre terminas diciéndome lo guapa que soy, lo preciosa que me ves, y yo sigo sin creerlo, porque en realidad… ¿cómo sé si estás diciendo la verdad? Pero me basta, me es suficiente para que me recorra un escalofrío por el cuerpo y que necesite urgentemente terminar lo empezado, y luchamos, y nos peleamos a lo tonto, y los pantalones vuelan, y después de ellos, el resto de prendas que nos haya dado por llevar, sabiendo de antemano que iban a ser vistas, y en ese momento, nos da igual el frío que haga fuera, que tengamos más o menos sitio en la cama, o que mañana vaya a ser muy complicado encontrar el calcetín que no se sabe por dónde se ha colado, porque el mundo desaparece, y sólo quedamos los dos, la racionalidad sale por la ventana, y le da paso a los sentidos, a los besos, a las caricias, a las risas y a los suspiros, que no son más por no despertar a los vecinos…

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Que les den a los vecinos! xD

Any_Porter dijo...

¿Dónde se esconderán siempre los calcetines? Aunque bueno, peor es perder las bragas... Sobre todo en casa ajena... xD

Cada vez me gusta más esa soltura que estás ganando entre besos y abrazos, entre pasión y sexo. Te sienta bien perder la inocencia.

Biquiños.

BeN-HuR VaLDéS LLaMa dijo...

Precioso, verdadero, compartido [...]




Envidia /sana/ por lo que tienes y retienes, por lo que tengo y retengo.

BeN-HuR VaLDéS LLaMa dijo...

Joey [...] creo que las musas se esconden detrás de la columna para ver lo que podemos hacer por nosotros mismos y partirse el culo esperando que nos perdamos [...] más aún si cabe (...)

Las sensaciones desconocidas se hacen familiares porque quizás, en un remoto quizás no sean tan desconocidas ¿verdad?

Un saludo enorme desde CANTABRIA.

Pd: No tardes mucho en volver a deleitarnos con tus palabras [...]